Caminar al borde del mar es siempre una experiencia agradable y posible en casi toda época del año. Pero si además se hace por un acantilado, observando como agua y cielo se funden para formar la línea del horizonte, entonces la experiencia se convierte en única. Nuestro país tiene más de ocho mil kilómetros de costa, pero, naturalmente, no todos ellos ofrecen la oportunidad de experimentar estas sensaciones. Ya sabemos por qué. Por fortuna,conservamos muchos tramos libres de urbanizaciones y carreteras en los que podemos comprobar que, en términos de excursionismo, el mar también existe.
Y como muestra sirvan las nueve excursiones que describimos en el último número de Grandes Espacios. Comenzamos en el extremo occidental de la península con un recorrido por la costa da Vela, el borde más occidental de la península del Morrazo, en Pontevedra; allí donde el Atlántico rompe contra la tierra.
Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, llegamos a la punta más septentrional de la península Ibérica: el Cabo de Estaca de Bares, el lugar donde los geógrafos han establecido la frontera entre el Atlántico y el Cantábrico. Por su costa occidental se desarrolla la Ruta de las Algas, llamada así porque una parte de la excursión discurre por los lugares en los que tradicionalmente los paisanos han hecho la cosecha de algas con la que se abonaban los campos.
Ya en la cornisa cantábrica, en el litoral asturianos, describimos lo que hemos dado en llamar la Costa de los Bufones, pues el punto final del recorrido es el bufón de Arenillas, uno de los mejores representantes asturianos de este bonito e imprevisible fenómeno que lanza agua vaporizada a decenas de metros de altura.
Ya en el borde oriental de la costa llegamos a la “famosa” Ruta del Flysch. Esta excursión recorre un tramo de la costa guipuzcoana famoso entre los geólogos de todo el mundo porque muestra, para quien sepa leerlo, la historia de la formación de la corteza terrestre. Pero tampoco hace falta ser un especialista; la belleza de esta costa y sus acantilados de formas fantásticas subyugan a cualquiera.
Ya en el Mediterráneo describimos de la experta mano del geógrafo y fotógrafo “especializado” en caminos, Rafael López Monné, un largo y exquisito tramo del camino de ronda que recorre la costa de Tarragona, un camino que tiene muchos siglos de existencia construido para enlazar las atalayas y torres defensivas levantadas en la costa para advertir de la presencia de los piratas berberiscos.
Damos un pequeño salto en el mapa para situarnos en la costa de la sierra de Irta, en Castellón. Este tramo del litoral castellonense, situado entre las turísticas poblaciones de Peníscola y Alcossebre, es presentando en algunos textos del Parque Natural de la Sierra de Irta, como “el último tramo de costa sin edificar desde Francia hasta Almería”. Lo cierto es que no muchos conocen esta costa prácticamente virgen, con grandes acantilados, pequeñas calas y playas, y sin apenas construcciones.
Seguimos bajando por la costa mediterránea, pasamos de puntillas por la Manga del Mar Menor, la representación más aberrante de la orgía urbanizadora que se ha celebrado en el litoral mediterráneo, para entrar en un “milagro”: la costa de Calblanque. Está solo a unos pocos kilómetros de La Manga, pero parece estar a años luz.
Relativamente cerca está otra de las grandes joyas del Mediterráneo: el Cabo de Gata. En 1997, el Parque Natural del Cabo de Gata fue declarado Reserva de la Biosfera por la UNESCO en reconocimiento de sus valores ecológicos, ambientales, paisajísticos y culturales. Sus 63 kilómetros de costa albergan los acantilados y fondos marinos de mayor calidad en el litoral mediterráneo español. ¿Hacen falta más argumentos para ir a conocerlo?
Y terminamos este viaje costero como lo iniciamos, de nuevo en el Atlántico, pero en el otro extremo de la península. Estamos en la costa de Cádiz, en concreto en la costa de Barbate. Sus acantilados son los mayores de Andalucía occidental. Parapetados entre una masa compacta y fluorescente de pinos piñoneros, domados por los vientos de levante y poniente, y las cristalinas aguas del Atlántico, se levantan a pico 100 metros desde las mismas orillas de dos de las playas con más renombre de la costa gaditana: la playa de Yerbabuena y la mítica Caños de Meca.