Estrenamos premio en la sección “Mi primera vez” de la revista Escalar, una sección que ha cumplido ya tres años desde su estreno, con más de una veintena de historias de los lectores publicadas. Recordamos por ejemplo ese sueño con Rodellar convertido en realidad de José Ramón Lobera, el reenganche tras su accidente de Javier Nieto, la comprensión del amor por el búlder de Inma Aragón, esa anhelada meta y bonito proceso de Ana Esteve, el reencuentro con su niñez de Lluis Molins, la experiencia con “los niños gato” de Javier González… Y muchas historias más que nos han transmitido sensaciones, motivación y mensajes a recordar…¿Quieres compartir la tuya.
Recuerda que para primar una historia sobre otra no influye para nada el grado de la vía en cuestión, sino que el relato sea original, entretenido, que divierta, que sorprenda, que nos haga pensar… También se valora que las fotos sean de calidad.
¡Y hay premio!
La mejor historia recibida será publicada en el próximo número de la revista Escalar (junio) y su autor o autora se llevará este estupendo regalo.
Envía tu relato (extensión aproximada: 500 palabras) y una selección de dos o tres fotografías (en alta resolución) a la dirección: escalar@desnivel.com
Plazo límite para la recepción de historias: 12 de mayo.
¡Anímate a participar!
Tu primera vez… ganadores en número pasados
Los niños gato (Escalar nº85)
Mentiría si dijese que ésta es su primera vez, porque Agustín en su currículum deportivo ya tiene anotadas grandes hazañas; destrepes en solo integral de varias fachadas, salto base desde una segunda planta, carreras ciclistas por autovía, etc.
Aunque a Agustín le gustaría ser un escalador profesional, aún no puede, tan sólo tiene nueve años…
Abandonado en su más tierna infancia, se ha criado entre niños gato como él. Niños huidizos, ariscos y faltos de cariño. Dispuesto a escalar para escapar de cualquier sitio, quizás buscando eso mismo, su sitio. En un intento desesperado por reconducir toda esa energía y potencial, nos lo llevamos a escalar. ¡Su primera vía de verdad!
Nos contó que la noche anterior durmió mal, que se levantó con pocas ganas de comer y que cuando preparábamos el material sintió una tensión especial. Tan sólo cuando empezó a escalar le faltó decirnos: ¡Al loro, que voy!
Ávido de experiencias ajenas, Agustín, como cualquier niño de su edad, nos acribilló a preguntas sobre escalada. Además, quiere escalarlo todo ¡y ya! Pero qué difícil es responderle el porqué yo no he escalado las vías o montañas que le he enseñado. Tener que decirle que no me siento preparado cuando en verdad no tengo el valor que a él le sobra.
Qué tendrá la escalada que no entiende de edad, ni de condición social. Podrás escalar en el Himalaya o en cualquier piedra cerca de casa, pero seguramente todos busquemos lo mismo: esa sensación de estar en libertad.
-Centro de Atención al Menor. Dígame.
– Hola, quisiera hablar con el niño gato.
– Lo siento no es posible, Agustín se ha vuelto a escapar…
Gracias a esta pequeña y primera vía, también fue la primera vez lo vimos reír y disfrutar…
Javier GonzálezEl reencuentro (Escalar nº86)
Empecé tarde, rondaba la crisis de los 40, después de varios desengaños de la gente que creía amigos míos. A raíz de ver videos de YouTube y antiguas revistas de escalada, surgieron en mí los recuerdos de cuando era un mocoso y mis padres me llevaban a la montaña. Primero para disfrutar propiamente de la naturaleza y, ya más tarde, con seis o siete años, para embelesarme viendo cómo subían por esas paredes…

Y ahora, ya con conocimiento de causa, siento una total admiración por el material que usaban, muchas veces recuperado de la pared, otras veces fabricado por ellos mismos.
Estos buenos recuerdos me empujaron a recuperar el tiempo perdido (como ya he dicho, invertido en otras compañías no tan agradecidas) y, decidido, llamé a mi padrino, que con sesenta y tantos años, todavía ahora me acompaña al límite del 6a.
Fue un memorable día de sol en familia, de fotos para el recuerdo, de piedra caliza al lado del mar, y de muchas, pero muchas clases magistrales. Aturdido por los nombres de los nudos y de todos aquellos trastos que pensaba que jamás recordaría para qué sirven, empezamos al contrario de lo que yo esperaba, rapelando primero en lugar de escalar… ¿A qué hemos venido aquí? ¡Yo quería escalar! ¿Qué significaba aquello? Seguridad ante todo, me dijeron, y montamos una especie de toprope entre un químico y un par de expansiones, lazando también alguna roca. Después del primer rápel de mi vida, las dudas sobre cómo iba a volver arriba al verme solo, al pie de una gran placa de 20 metros, desaparecieron al primer contacto con la roca, áspera, con regletas y “buzones”… ¿Qué narices es un buzón? … ¿Y por qué me repetían constantemente “vaya buzón, ¡agárrate ahí!”. Ja, ja, ja.
Los pies de gato, holgados, prestados y bastante antiguos, cumplían perfectamente su función, pero mi mente ya imaginaba lo que sería capaz de subir con unos nuevos. Los brazos y las manos, agarrotados por los nervios en los primeros minutos, empezaron a relajarse y a dejarme concentrar en disfrutar de cada uno de los pasos de la tirada. Mi alegría era máxima cuando encontraba instintivamente los agarres para poder progresar.
Repetimos tres vías en 4 horas, III y IV grado solamente, pero para mí fue como descubrir un nuevo mundo, una nueva forma de disfrutar de la vida. Cada top de una vía se convertía en una victoria personal y me preguntaba por qué había esperado tanto a hacer lo que me gustaba.
Cuando volvimos a casa, exhausto y satisfecho a partes iguales por el esfuerzo y la excitación de lo realizado, me puse a pensar en el día, en que a partir de entonces ya podría llevar, orgulloso, esas camisetas de escalada que tanto me gustaban. Ya era una escalador como los demás.
Después han venido vías en rocódromo, muchas de varios largos, sobre todo en el conglomerado de Montserrat, los primeros pinitos en artificial, ascensiones de 11 horas a 2.500 metros, vivacs inesperados, abandono de cantidad de material y caídas o “saques” como dicen mis padres.
Pero nada ha cambiado la sensación del primer día, esa que sientes cuando te encuentras haciendo lo que te gusta.
Lluis MollinsMi meta es tu pecho (Escalar nº 87)
La primera vez que pasé cerca ni me percaté de que estaba… Entre tanta inseguridad y miedo, me relajé pensando que mi presencia allí era algo casual. Un autoengaño magnífico, porque compartimos horas en el mismo espacio y tiempo, y no la miré.
Me marché de allí pensando seguramente en el trabajo del lunes. Con suerte tendríamos alguna cirugía novedosa para mí, o algo fuera de lo común. Puede que no. Tiempo. El tiempo representa muchas cosas. Significa que vas aprendiendo, te vas modelando, te vas acercando.
No sé en qué momento volví por allí. Años después, quizás. Y me puse a juguetear cerca, pero no lo suficiente. Todavía no fijé mi atención en ella. No era mi culpa, era mi concepto real en ese instante de lo que en aquel momento acontecía. Le regalé más tiempo. Y el tiempo me brindó la sabiduría de los años de experiencia de otras personas, la capacidad de observar y seguir aprendiendo. Seguir modelando. Seguir enamorándome.
Me dejé caer por allí tiempo después, de nuevo ignorándola. Me presenté a su hermana pequeña y nos hicimos buenas amigas, pero nos costó tiempo. Alguien me cogió la cara con suavidad y me hizo observar un poquito a la derecha de donde miraba. Por primera vez nos vimos. “Buena presencia” pensé yo. Y discreta me acerqué sin hacer mucho ruido. Posé mis manos en ella y entonces nació el vínculo.
“¿Me dejas?”. “Claro”.
Y desde sus inicios hasta el final me contó muchas cosas. Contó que la habían herido a la altura de la cadera y que se le había quedado una cicatriz no muy profunda, pero eterna. – Estás llena de historias. – Y tú. – Quiero tus formas, rozar tus cicatrices, descansar en tu pecho… – Te costará conseguirlo.
– Seré paciente. Fuí paciente un año: asimilar durezas, aprender, pensar en ella, olvidarla, recordarla y sorprenderme de haberla olvidado.
–¡Has vuelto! ¿Ha sido por mí?
– ¿Por quién si no?
– Dame tu mano, bailemos.
Y nos dejamos llevar. Cada roce me excitaba, me sacaba una sonrisa. Estábamos tan cerca que sentía mi aliento húmedo y cálido rebotar en ella y volver a mí. Llegué a su cicatriz, la de la cadera. Y cogí aire.
– Quiero llegar a tu pecho.
– Tengo formas complicadas.
Inspiré y expiré. Y tenía razón, su cuerpo estaba lleno de formas complicadas, tuve que ingeniármelas para no perderme engañada por el ansia de llegar a su pecho, pero lo conseguí. Tomé aire. Noté como el viento jugueteaba con mis cabellos, el silencio era inmenso.
– Has alterado mi ritmo cardíaco, mi respiración…
–Te queda lo más duro, llegar a mi mente. Arranqué segura, tenía que acariciarla más bruscamente, no quería hacerle daño, así que intenté ser precisa. Llegué a la altura de su cuello largo y cálido, sus labios húmedos, su nariz y por fin a sus ojos.
Sonreí, estaba feliz, lo había conseguido. No me lo creía. Inexplicablemente, sentí que no pesaba, la veía alejarse, me ha dejado, ¡se va! Volví a estar a la altura de su pecho. Por unos instantes no sabía qué había ocurrido. Miré hacia todos lados buscando una explicación. Miré hacia arriba buscando un encuentro de miradas. Al volver al mundo real recibí felicitaciones, sonrisas, abrazos… En la boca de mi estómago tenía un nudo, la garganta se me cerraba, notaba que la humedad corría desde mis manos, mi espalda, mi pecho, hacia mis ojos…pero pude pararlo.
Cuando recogimos y emprendimos el camino a la civilización, no me giré a despedirme. Cabizbaja, escuchaba los halagos a la vez que me esforzaba por no llorar. Pena, frustración y alegría. Notaba sus ojos clavados en mi nuca. Podía adivinar incluso una sonrisa en sus labios.
– Volveremos a vernos, sé que no te conformarás.
Ana EsteveDespertares (Escalar nº 88)
Suena el despertador, son las 5 de la mañana y, tras una dura batalla con las sábanas, consigo apagarlo. No han pasado dos segundos cuando me pregunto por qué he tenido que quedar tan temprano. Paralizaría el tiempo en ese instante para poder dormir al menos un par de horas más. Aún así, consigo levantarme y prepararme con la rapidez que el sueño y el cansancio me permiten.
Mi novio llevaba tiempo pidiéndome que le acompañara a hacer búlder. Yo era consciente de que me iba a aburrir, que por mucho que él me contara no conseguiría jamás que me gustase. Pero me insistió tanto que al final no pude más que rendirme a sus súplicas. Lo que me desconcertaba realmente era por qué cada vez que venía de una sesión de bloque, llegaba tan ilusionado, emocionado y con ganas de volver otra vez… No entendía por qué el búlder provocaba esos sentimientos en él, así que aquel día me decidí a acompañarle.
Llegamos al destino elegido con el croquis en la mano y los bártulos a la espalda, y comenzamos la andadura en busca de los ansiados bloques. Una vez allí, frente al bolo de granito seleccionado, colocó su crash-pad, se calzó los pies de gato, espolvoreó sus manos de magnesio, alzó la vista hacia la piedra durante unos segundos y retándola con mirada extrañamente desafiante… comenzó la magia.
Empezó a subir con una facilidad pasmosa, haciendo movimientos instintivos, gestos templados, precisos y directos hacia el único punto de agarre. Parecía tener un mapa en su cabeza de cada milímetro de la roca. Viendo esa seguridad desde fuera era como si la piedra le hablase indicándole el punto y el movimiento exacto en cada momento. Simbiosis perfecta entre piedra y persona, bloque y bloquero, dicho de otra manera: BÚLDER en mayúsculas.
Mi novio llevaba meses intentando trasladarme esos sentimientos con efusivos argumentos, meses intentando explicarme algo que no tenía razón de ser. En realidad todo era mucho más natural y sencillo, sin tanto adorno, ni palabras, ni cuentos, ni aventuras: una simple imagen bastó para enamorarme.
Sigo pensando que es una actividad físicamente muy exigente, a veces incluso frustrante, pero cuando existe la perfección, cuando se da ese estado de ingravidez, de fluir abstraído de todo, de respiración pausada y ritmo mantenido, cuando todo eso ocurre, el sentimiento es indescriptible.
Inma AragónOtra primera vez (Escalar nº89)
Tenías un año cuando aquella caída ante tus ojos me partió el tobillo.Un día de escalada en familia se convirtió en días de hospital, numerosas operaciones y limitaciones para el resto de mi vida y, lo que es peor, para la tuya. Sí, porque, sin querer usar mi lesión como excusa, la verdad es que nos ha privado de paseos y juegos… Aún recuerdo cómo un amigo corría detrás de ti enseñándote a montar en bici mientras yo os observaba desde un banco del parque. Y te aseguro que no es nada agradable.
Los primeros años fueron de sofá, lectura y mal humor. Mucha de esa lectura versaba sobre montañas, viajes, escaladas… cosas para mí inaccesibles en aquellos momentos y en el futuro que se me presentaba. Con el tiempo fui matando el gusanillo montando en bici y saliendo al monte con amigos a los que no les importaba sacarme a pasear. Así me he dado cuenta de que la montaña no son solo paredes con manchitas blancas.GRACIAS.
No quiero, o mejor, no puedo olvidarme de esos “amigos” para los que si no estás fuerte ya no vales nada. Sí, los escaladores somos como todos los grupos humanos, ni mejores ni peores. También hicimos nuestras salidas, al fin y al cabo nuestro nivel era parecido aunque tu vitalidad agotaría al mejor alpinista.
Me costó mucho, y no hablo solo de años, volver al rocódromo. Llevaba mucho tiempo escondido y no me sentía seguro “mostrando mis cicatrices”. Nunca fui un lolo pero aquello era más de lo que podía asumir. Al fin y al cabo cada uno tiene su ego.
Un buen día que estaba haciendo mis series tranquilamente (mi mundo alpino se reducía a esas cuatro paredes y esas decenas de presas,y el caso es que era feliz) aparecieron tres chavales a por unos crash-pad y me animaron a acompañarlos. No sin dudarlo mucho me apunté y, aunque ese día no saque ningún bloque, volví a casa con una sonrisa de oreja a oreja. Y por fin volví a escalar, todo muy despacio, volviendo a aprender, casi empezando y sabiendo que hay cosas que ya no podré hacer. No me lo creía, otra vez a planear salidas, a rebuscar en las guías… Flipaba con el sonido del tintineo de las cintas (cómo lo echaba de menos) y ese “¡pilla!,¡venga bicho!,¡reu!”.
Mientras, tú ibas creciendo y me veías más feliz; salí del agujero en el que estaba e hice frente a mis limitaciones. Incluso algunos días me acompañabas al roco ¡y parecía que no se te daba mal! Y así fui cogiendo la experiencia y sobre todo la confianza suficiente para realizar lo que tanto tiempo había estado dando vueltas en mi cabeza: ¡salimos juntos a escalar!
Otra vez a empezar, a aprender, a tener miedo… ¡y ahora más que nunca! Pero mayor es la satisfacción cuando te veo llegar a la cadena. Me daba miedo pensar que me iba a ser imposible enseñarte a vivir algo que a mí me ha hecho –y aún me hace– tan feliz y trasmitirte los valores que para mí tiene la escalada.
Aunque serás tú quien decida lo que quiere hacer, yo solo cumplo con mi obligación, que es enseñar a mi hijo lo que creo que es bueno para él. Lo importante es que ahora estamos los dos empezando y disfrutando. ¡Pero aplícate que tu hermano viene con ganas! Dicen que sólo hay una primera vez. No lo sé. Quizás, por mucho que me queje, solo sea un privilegiado…
Javier Nieto
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