Nos ha sorprendido no poder decidir cual de estos tres finalistas se llevaba el premio ya que los tres nos cautivaban. Al final hemos pensado que mejor que se lo llevaran los tres. Ya que cada relato tiene su propia vida y su público, y retrata épocas muy diferentes con maneras de escribir propias y temática variada.
Esta vez no han llegado tantos relatos relacionados con la situación que estamos viviendo: futuristas o apocalípticos, y muchos más que hablan de procesos de duelo o nostalgia hacia otros tiempos.
Sobre todo, algunos muy divertidos de amistades de monte, de momentos, entre la década de los ochenta y principios de los noventa, irreverentes y cargados de humor.
Todos los relatos nos han hecho pasar estos días de confinamiento un poco más llevaderos, así que os estamos tremendamente agradecidos.
Hemos elegido uno de los tres ganadores para publicar hoy: Un paisaje en la memoria de Pablo de la Fuente Ruiz
Habla de unos Picos de Europa en plena guerra Civil, de tiempos pasados, duros y no exentos de belleza, de esa que va más allá de los hechos y se centra en la esencia de las vivencias.
Quizá de la razón a una frase que escribe Sara Polo, una de las participantes del concurso, y que nos ha cautivado «Escalando era el único momento en el que no sentía vértigo».
Los otros dos ganadores
Amistad vertical de Kike Fernández, y Dando palmas de Luis Melgarejo, los publicaremos a lo largo de la semana para que los saboreéis como se merecen.
La tercera convocatoria ya está en marcha, tenéis hasta el 27 del abril para presentar vuestros relatos cortos que esperamos con alegría.
De momento os dejamos con uno de los ganadores ¡Espero que lo disfrutéis!
‘Un paisaje en la memoria‘ de Pablo de la Fuente Ruiz
I – Mino
Tras recoger a los animales, Maximino miraba con desencanto su cuerda colgada en la cuadra y cubierta de telas de araña. No era como las demás que allí tenía para el ganado. Esta alcanzaba 50 m y estaba pertrechada del mejor cáñamo, no muy gruesa pero resistente, a la que acompañaban cuatro tacos de madera y cuatro mosquetones de hierro que él mismo pidió forjar al herrero de Potes. Y no era su sacrificado trabajo en el campo con la ganadería familiar lo que había provocado que la cuerda siguiera allí colgada por tanto tiempo; había sido la guerra que, desde comienzos de ese verano de 1937, se intensificaba en el norte impidiendo a los lugareños aprovechar los días de asueto, los pocos que, en una vida dura de montaña y en mitad de la guerra, uno se puede permitir.
Al menos se consolaba con subir a los altos prados de Liordes y de Áliva, donde tenían parte del ganado y eso, aunque parcialmente, le aliviaba el alma que como es sabido, requiere de quehaceres más elevados que las simples obligaciones diarias para satisfacerla. Mino, como le conocían, encontraba esa plenitud y placer espiritual en la montaña, en la escalada, en esa roca áspera pero noble que veía arder con el sol cada atardecer, en lo alto de Los Picos.
II – Elías
De madrugada y bajo la lluvia, Elías salió del cuartel con un salvoconducto que él mismo había apañado. Aún de noche, pasó por casa de sus padres y se despidió hasta no sabía cuándo, como pudo, con lágrimas, y con más temor qué tristeza por miedo a que tomaran represalias hacia su familia. Quizás no se hubiera alcanzado el medio día cuando las sospechas que ya se cernían sobre él se hubieran confirmado y, así, comenzara su búsqueda y captura por traición, por deslealtad y por rojo. Calculó que para entonces, el coche que había de trasladarle lo más lejos posible ya hubiera alcanzado las estribaciones de la Montaña Palentina, por donde tenía intención de huir hacia el Cantábrico. Este mecánico y brigada del acuartelamiento Dos de Mayo en Burgos siempre se mantuvo fiel a sus principios y leal a la República, a la que servía como espía encubierto, enviando al gobierno de Valencia toda la información que interceptaba entre la Capitanía General y el Gobierno Militar del bando sublevado. Poco tiempo le quedaba para alcanzar terreno amigo en el norte -que en el otoño de 1937 se extinguía por momentos- con el objetivo de llegar a tiempo al barco que, desde Llanes, le llevaría a la clandestinidad, como un desertor por un lado y como un exiliado y perseguido por el otro.
III – La huida, la escalada
Rumbo Norte atravesaban Castilla dejando atrás los vastos campos de cereal, mientras Elías se preguntaba si su uniforme militar le facilitaría el paso o, por el contrario, le delataría de inmediato. Al amanecer su mirada se clavaba en el paisaje, queriendo retratar en su memoria unas tierras que no volvería a ver por mucho tiempo. Un horizonte de secano infinito, la Peña Amaya a un lado, el Canal de Castilla al otro, avanzando desde Villadiego a Cervera, esquivando las calles principales de los pueblos, hasta que los controles de Piedrasluengas detuvieron su marcha. Un momento de duda, una indecisión que fue un error, y a toda prisa la huida comenzó.
Guardias y militares ya conocían su nombre y, como era norma, todo el que huía de un control reconocía implícitamente su delito contra la patria.
Sólo quedaba seguir a pie monte a través, ayudándose de un mapa no muy exacto que le había facilitado un amigo socialista. Su ruta se alejaba del camino fácil, desviándose por Lores, buscando los Puertos de Pineda y atravesando collados de más de 2.000 metros de altura, dejando a la izquierda una gran mole de conglomerado negro y paredes verticales, a cuyas faldas llevan a las vacas a curar sus males como rezaban las anotaciones de su mapa, y como le pudo confirmar un ganadero al que se atrevió a preguntar para no perder el rumbo. Le sorprendió cómo un velo blanco ya cubría lo alto de la cumbre. La belleza del lugar, entre nubes y a la luz de la luna, se volvía tétrica por momentos. El frío y el hambre lo combatía descansando en alguna majada primero, y en alguna cueva después, felicitándose de encontrar por el camino algunas moras y arándanos tardíos y secos. Por fin perdía altura hacia Liébana, al principio con indicaciones de algún montañés, no sin que antes los lugareños hubieran vencido el recelo hacia el extraño, ansiosos de saber de qué lado estaba aquel y si habrían de temer la venganza de un republicano o el castigo de un nacional.
«¿Quién anda ahí? ¡Alto, identifíquese!» Las calles destruidas de la villa se convirtieron en un laberinto por el que Elías corría sin rumbo conocido. Los disparos silbaban cerca. En total oscuridad pensó que podría atravesar el pueblo de Potes, pero el orden impuesto y sus centinelas seguían bien vigilantes esa noche. Corrió hasta sus límites mientras los perros ladraban tras su rastro y, solo revolcado entre estiércol y barro, remontando un prado arriba entre el bosque, consiguió evadirles hasta refugiarse en una cuadra, entre vacas y terneros, entre paja y miedo.
A la mañana siguiente cuando Mino vio el arma apuntándole, no sabía quién era ese joven asustado que estaba en el fondo de su cuadra, tan joven y asustado como él. Pronto se dieron cuenta que no tenían nada que temer el uno del otro. Entre un corrusco de hogaza castellana y el queso enmohecido de montaña, Mino le puso al día de la situación, sin obviar detalles de las persecuciones y fusilamientos cuyos ecos resonaban en todo el valle. Estaba tan cansado de todo, que se ofreció sin duda a ayudarle con tal de escapar de esa realidad. Con el desfiladero de La Hermida impracticable, sabía que solo había un camino posible para alcanzar la costa, el más directo, atravesar los Picos de Europa, y para eso el destino les había llevado a encontrarse.
Con la desaprobación de su padre, Mino preparó la cuerda y, con la excusa de comprar ganado en Cabrales, comenzaron la travesía. Desde Redo se dirigieron a Áliva por el collado de Cámara, esperando pasar desapercibidos como pastores y, sin perder altura, pretendían cruzar directos a Sotres. Pero muy pronto vieron a una pareja de guardias civiles apostados en mitad del camino. «Hay que retroceder. No podemos bajar por el puerto, tendremos que subir por el alto de los Tiros. ¡Hacia las minas! ¡Rápido!»
Escondiéndose tras la morrena glaciar, ya eran observados y perseguidos por dos grupos que les pedían detenerse y que estaban situados en el refugio de Áliva y en el fondo del río. No tenían escapatoria. A la carrera lograron alcanzan las minas de las Mánforas, pero la pared conocida como «del Vidrio», les cerraba el paso. Exhaustos se escondieron en una de las bocaminas. Pensando que ya estaban atrapados, los guardias se limitaron a cercarles y esperar, cuando descubrieron sorprendidos que se estaban encaramando a la pared. Elías se sentía vacío y sin fuerzas, pero Mino le arengó para que escalase tras él, a su llamada, asegurado con la cuerda cuando este hubiera encontrado una buena repisa.
Sobre las minas, el joven escalador se deslizaba sobre una vira descompuesta, pero con agilidad y buen hacer, tras colocar uno de sus tacos para asegurar a su camarada de cuerda, consiguió establecerse firme. La tensión de la cuerda le daba confianza a Elías, aunque su esperanza se desvanecía cada vez que miraba hacia arriba, a lo alto del muro lúgubre y vertical. «¡Será imposible!», le gritaba, pero Mino parecía extrañamente confiado, y esto le perturbaba. Parecía incluso disfrutar mientras relataba alguna de sus peripecias en paredes vecinas con la intención de tranquilizarle. Y, de repente, un balazo en la roca les recordó que aún eran un blanco fácil.
En su ayuda, el cielo nublado y cerrado que predecía tormenta adelantaba el atardecer, y la noche vino a socorrerlos. Ahora parecía más fácil y sin pausa ya habían salvado otro largo de cuerda. Con menos luz y ladeados en la pared, quedaba un paso más complicado. La distancia con sus perseguidores y los disparos perdidos y más lejanos les confirmaban su mejor posición. Tras un diedro pasaron una placa tumbada y, de esta, a otra más vertical. Mino colocó otro de sus tacos y remontando una fisura y ayudándose en pequeñas chorreras salió a lo alto de la pared. A punto estuvo de caer por el peso de Elías, que resbaló en el paso más difícil cuando llegó su turno.
Sin aliento, arrastrándose sobre la hierba, el segundo llegó hasta su compañero sabiendo que, por ahora, habían librado el peligro. Al abrigo de un pilar de roca la adrenalina dejó paso al sopor y al cansancio, algo que les hizo pasar una noche incluso agradable y sorprendentemente sin lluvia, aunque los rayos en el horizonte les hicieran estremecerse en algún momento.
De buena mañana prosiguieron su marcha. Entre confesiones de uno y otro parece que se entendían bien, casi como si se conocieran o hubieran crecido juntos. Apenas les separaban unos años, sin haber alcanzado ninguno de ellos los veinticinco. El anhelo de servir a un país libre y culto y el deseo de ser guía de montaña se mezclaban en sus diálogos. Uno había saludado en persona a Azaña, el otro soñaba ser como el Cainejo.
El zurrón con algo de pan y tocino les hacía mejorar su ánimo, y las castañas que Elías birló en el valle fueron todo un lujo bien avenido. La sed la calmaban con el agua estancada en marmitas o tomando hielo de los neveros perpetuos, algo nuevo para Elías, que no imaginaba que pudieran mantenerse así todo el año.
Mino le confesó que la dureza del camino iba en aumento, pues no estaba dispuesto a seguir los valles más obvios hacia Sotres por el Duje, o a Bulnes por Camburero, sabiendo que ambos eran una ratonera donde caer presos. Así entre llambrías y colladinas, sin perder altura en los jous y manteniendo dirección norte, altos, bien altos, se dirigían hacia lo que llamaban la Collada Bonita. Mientras, la niebla les envolvió como un manto protector aunque, a la postre, traicionera por estos andurriales.
En la tarde el frío apareció sin avisar y se convirtió en el tercer compañero de esta cordada. Esa noche fue muy dura, al raso y en plena alta montaña. A la mañana siguiente, la niebla impedía un avance claro aunque no podían quedarse parados o morirían de frío.
La intuición conducía a Mino a un collado que pronto se convirtió en pared cerrada, pero dando palos de ciego y no viendo otra salida, se decantó por escalar el espolón de roca que se levantaba frente a él, hasta que por fin el viento en lo alto, le confirmó que había alcanzando una buena collada. Pero, ¿qué les esperaba al otro lado y cómo iban a bajar? La subida fue asequible pero la bajada no tanto. Mino descolgó a Elías hasta una repisa. No veían suelo firme por ningún lado, sólo vacío a sus pies. La cuerda que pasó alrededor de un buen saliente de roca crujía en el primer rappel. El siguiente iba acompañado de un péndulo hasta alcanzar una cavidad, única alteración en la pared que podían vislumbrar. El solitario taco de madera del que pendían parecía quejarse y retorcerse queriendo salir disparado de la grieta. A punto de saltar, la tensión cedió y ahí quedo encajado en la roca junto a un mosquetón, testigo de su paso.
Resoplaron, sólo les quedaba destrepar con precaución al fondo del jou, viendo que el suelo perdía verticalidad. Aún habiendo errado el paso más fácil, y si no estaba equivocado, el camino les había permitido pasar a la zona del Picu mientras Mino se preguntaba si, quizás algún día, podría identificar por dónde narices acababa de atravesar uno de los pasos rocosos más altos de los Urrieles. Sólo al final del largo día supieron que habían guiado su destino por el camino acertado, cuando la niebla se asentó a sus pies y un mar de nubes elevó al cielo la mole del Urriellu que, recortado por el sol del atardecer, parecía inmenso, perpetuo, ajeno a los problemas y las guerras de los humanos. Elías comprendía ahora ese sentimiento de satisfacción, las palabras de Mino cuando le decía que para él la escalada y la montaña eran la máxima expresión de belleza y libertad y que no tenían nada que ver con sus convicciones filosóficas o políticas. «Algún día también subiré allí Elías. Mira, ¡es precioso!».
Con buen tino y como habían supuesto, los valles estaban bien perpetrados por vigías, así que intentaron no perder altura siguiendo por los collados más altos, por Pandebano y la Peña Maín, directos a Tielve donde esperaron en el bosque a cruzar de noche, robar algo que llevarse a la boca para, sin perder tiempo, volver a subir otra sierra más hasta alcanzar una antigua vía romana en el Caoru que les conduciría ya por fin a Las Arenas, en el concejo de Cabrales.
¿Cómo pagarle a Mino semejante servicio de ayuda con la responsabilidad y el peso que había puesto a sus espaldas? Arriesgó su vida y su libertad a cambio de nada. «Para mí ha sido una aventura acorde a estos tiempos», le respondía como si no hubiera peligro en todo lo que estaban haciendo, conocedor de que una buena amistad era una gran recompensa a cambio. Ambos lo sabían y se despidieron deseándose mucha suerte en el futuro.
Aún así, Mino no pudo negarse a aceptar el acuerdo y Elías le pagó de buena gana dos cabras que utilizaría como excusa para volver a casa, no sin antes vérselas con militares en La ermida, y tras haber escondido su amada cuerda a buen resguardo para no levantar recelos. Lo que más sospechas generó fue una revista titulada Peñalara que tenía guarda en su mochila desde que Eladio, su tío y profesor en Comillas, se la había conseguido hacía ya más de dos años. Y todo porque en ella se hablaba de unos alemanes: un tal Dúlfer y un tal Welzenbach, que bien podrían ser nombres en clave o información sobre sus aliados, y esto les hizo conjeturar. «Los mejores escaladores de este siglo, señor ¡alemanes por supuesto, no iban a ser rusos!». Así de fácil se conformaron con esta inteligente respuesta que les pareció suficiente.
Por su parte, Elías alcanzó la dirección concreta de su contacto, un exminero sindicalista de la Peñamellera Alta que le daría cobijo y que últimamente se encargaba de organizar la salida por mar de muchos republicanos. La comida que saciaba su hambre no le llenó en absoluto al saber que había llegado demasiado tarde. Avilés y Gijón claudicaron el 21 de octubre bajo el bando beligerante, ya no había un ejército del Norte, y ni una sola franja de terreno amigo. Más de cuatro meses tuvo que esconderse en los invernales y en la cuadra donde ayudaba en lo que podía y no fue hasta marzo de 1938, no sin cierta precipitación y riesgo, cuando se fletó un pequeño pesquero para permitir la huida a Francia de varios represaliados. Cuando Elías echó la vista atrás en lo alto de la Sierra de Cuera, sabía que esa imagen hermosa se guardaría en su memoria por siempre. El Urriellu y Los Picos recortados al cielo, que junto al recuerdo de su amigo, le dieron fuerzas para acabar su viaje, o para empezarlo, según se mire.
IV – Epílogo
Mino, venciendo a la amargura de la dictadura, consiguió en los años venideros escaladas de renombre, alguna primera incluso, en el Pico Santa Ana y en Tiro Navarro, lugar que gustaba de visitar, porque desde allí buscaba, sin saber nunca con certeza, la vía por donde consiguió pasar aquel día entre la niebla. Hasta siete veces conseguiría alcanzar la cumbre del Naranjo de Bulnes por placer propio y por el placer de guiar a otros.
Elías malvivió buscándose el pan en los alrededores de Burdeos, hasta que en 1948, a punto de rendirse, consiguió un trabajo para restaurar el ferrocarril que alcanzaba Somport y que iba a permitir reanudar el tráfico entre Francia y España tras las guerras. Se aferraba a la idea de que ese camino, que él mismo reacondicionaba, quizás le sirviera algún día para llevar de nuevo sus pasos hasta su tierra. Sólo tendría que caminar por las traviesas, buscar el sur y el sol de su país.
El trabajo en el Norte del Pirineo fue muy duro y en malas condiciones, otra vez la alta montaña, mucha nieve y mucho frío, pero le permitió alquilar una habitación en Lescun, un pueblecito a 1100 metros de altura rodeado de vistas fabulosas de altas y verdes cumbres pirenaicas. Allí se enamoró de ese circo, de esas paredes rocosas que volvían a erguirse frente a él recordándole su huida por los Picos de Europa. Se enamoró de las montañas y también de una chica de ojos verdes y cabellos morenos, la hija del panadero, con la que tuvo una familia y por fin encontró paz.
Su viaje se paró ahí, no llegó a atravesar la divisoria y entendió que en la naturaleza y en las montañas no había fronteras. Un día subió a lo alto del Pic de Anie y se sintió como en casa, experimentando lo que a Mino le hacía tan feliz allá arriba. Las agujas del Ansabère se confundían con el paisaje del Urriellu que guardaba en su memoria.
Ese día, desde los Pirineos a Los Picos, cada uno en su cumbre, casi podían abrazarse de nuevo y sentir la libertad que tanto se hizo esperar entre los valles.
Buen relato, me ha gustado mucho el contenido como la forma. felicidades y gracias por amenizar estos momentitos
Gracias Pablo! Es un relato muy chulo, un placer leerte y enhorabuena por ser premiado.