FINAL DEL VIAJE

«Reunión» de Martín Hidalgo, ganador de la última convocatoria del Concurso Desnivel de Relatos Cortos de Montaña

Al final del viaje lo que nos quedan son lindas historias y un profundo agradecimiento a estos 520 relatos de las seis convocatorias que han sabido leer el mundo de la montaña desde diferentes miradas… todas ancladas en este presente detenido.

"Reunión" por Martín Hidalgo
«Reunión» por Martín Hidalgo
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«Las cimas tienen el poder de justificar cada uno de nuestros pasos, precisamente porque no habría por qué haberlos dado». Leemos entre los párrafos del texto ganador, y quizá ese «porque no habría por qué haberlos dado», defina profundamente el espíritu de este concurso de relatos cortos que, con pocas pretensiones, ha generado algo muy hermoso.

Comenzamos el 6 de abril la primera convocatoria, con la intención de hacer más llevadero el confinamiento al invitar a conectar con la creatividad y el compartir, con la montaña, la escalada y toda esa naturaleza tan lejana. En un momento en que los videos y las fotos son algo tan cotidiano y fácil no imaginábamos que el acto trabajoso, reflexivo y pausado de escribir fuese a generar esta acogida. Y quizá por eso la sorpresa de la participación ¡520 relatos en total! ha sido enorme.

Como ha dicho uno de los participantes:

«Es una manera de compartirse, de transmitir a los que quieran leer las singularidades de tu alma. Al fin y al cabo es lo que nos diferencia y nos enriquece… la diversidad de ideas, de vivencias y pensamientos».

Y de toda esta diversidad nos íbamos empapando en estas seis semanas que ha durado la aventura, y cada lunes era una especie de ritual ver cuántos relatos teníamos y sorprendernos de lo difícil que iba a estar la selección. 

Para nosotros ha sido una oportunidad emprender este viaje que semana a semana llenaba nuestros bolsillos de historias. Y con este futuro incierto que a veces acorrala, lo único seguro era que vuestros relatos llegarían para abrir nuevas puertas, nuevas ventanas y otras posibilidades. Para mirar la realidad con más horizontes y motivos, y en la soledad viajar bien acompañados.

El viaje se acaba y los lunes vuelven a ser solo lunes. Aunque quizá, como en el final de cada viaje, nos demos cuenta de que no ha hecho más que empezar.

Y, aunque este es un final, nada ha terminado, al menos mientras sigáis animándonos con vuestra pasión y dedicación a las palabras. Con la certeza de que muchas gentes, viviendo situaciones paralelas, han vibrado al son de un objetivo común desde diferentes frecuencias. La prueba son estos relatos, un pequeño milagro de este tiempo confinado, y la esperanza de que la cultura es la llave de la vida, de la dignidad, de un mundo más amable.

De momento os dejamos con el último texto ganador que cierra estas seis semanas de palabras, agradecimiento y conexión con las montañas y la escritura.

 Muchas gracias a cada participante, a cada historia, a cada espera. 

¡¡Qué lo disfrutéis!!! Y aquí podéis leer los ganadores de semanas pasadas.

«Reunión» de Martín Hidalgo

A mi hermano.

A poco que uno lo piense la vida es una sucesión de rituales; a los que más se repiten les llamamos rutina, pero no son más que eso, ceremonias elegidas que dicen quiénes somos, cómo hacemos lo que hacemos, como estar ahora atándome las botas de montaña después de 25 años -cuidarse de los dobleces del calcetín, ejercer la tensión justa sobre los cordones- frente a mi amigo del alma, en la última ruta que andamos juntos, la última vez que estuvimos juntos. De pronto, así, 25 años sin vernos, unas pocas conversaciones en tanto tiempo, y aquí estamos, en la Sierra de las Nieves, a punto de iniciar la subida al Torrecilla. No había vuelto desde entonces, de hecho, jamás he vuelto a la montaña. Con Juank no solo se fue mi otro yo adolescente, con él también se fue una manera de vivir, una forma de mirar, un sentido de la belleza. Aunque quizás no se fue él y se llevó todo eso, sino que fui yo el que, quedándome, me marché y cerré todo de un portazo. Ahora mismo me parece justo eso, porque lo miro a los ojos y encuentro todo aquello intacto, hay algo de aquella mirada que él mantiene y que yo no encuentro en el espejo, pero al mismo tiempo advierto que lo que en la adolescencia fueron intentos e improvisaciones, ahora se expande en plenitud por toda su mirada, una lentitud serena. Observo cómo se ata las botas -para él resulta rutina- dedos cortos y fuertes, ligeramente curvados, como si no supieran hacer otra cosa que agarrar. Él llevará la mochila, cortesía para con el converso urbanita. 

Me siento bien, hay algo familiar en el aire, como un collage vaporoso de diferentes texturas; tierra húmeda, romero, coníferas. Hablamos de aquella última vez; la cantidad de nieve que había caído, la niebla que convertía a los retorcidos pinsapos en una sucesión de fantasmagorías. Hoy, en cambio, hace un día espléndido de mayo, apenas una brisa que refresca en las sombras pero que acaricia al sol. Juank me acaba de recordar aquella frase de Los vagabundos del Dharmade Jack Kerouac que habíamos subrayado obsesivamente y que repetíamos mientras saltábamos de risco en risco. «Uno nunca se puede caer de su propia montaña»y le ha dado el tono justo de entonces y se ha encaramado ágil al tronco de un pinsapo enorme caído sobre el camino. Y ahí está, cómo no, recorriendo en precario equilibrio una de las ramas, repitiendo la frase como un mantra juguetón, y de pronto, sin pensarlo, sin saberlo, le grito: ¡Mono trepadorrrrrrrrr!

Tras casi una hora de subida empiezo a pagar mi tributo a la montaña por tantos años de ausencia. Le pido a Juank que baje el ritmo, él me dice que claro, que le disculpe, que es mucho más importante que podamos caminar hablando que hacer cima antes o después. Y eso hacemos, hablar, acompasando palabras y pasos, dándonos una amistosa sincronía de intervenciones y escuchas. Lo que fuimos, lo que tuvimos, la amistad hibernada, se expresa ahora en esta adecuación de los instantes. Yo le hablo de mi carrera, mis hipotecas, el branding, el hosting, el benchmarking. Él replica con sus trekkings, sus mosquetones y sus vivacs. El vocabulario que uno usa para hablar de sí mismo es como el uniforme que nos distingue. Nadie es capaz de sustraerse a las propias palabras. Las mías le suenan seguro extrañas, pertenecientes a un mundo que le es ajeno, no del que huye en absoluto, sino que simplemente no le interesa. A mí las suyas en cambio, me trasportan como por un pasillo de ecos. Escucho asegurar, rappelar, hacer cima, y de pronto esas palabras estallan en imágenes del pasado. La cara oeste del Naranjo, la integral de Sierra Nevada, Ordesa, Irati. Comer poco, moverse mucho, reírse justo después del peligro. 

Dejamos atrás el pinsapar centenario y alcanzamos los primeros llanos de altura. La insolente primavera interrumpe con verdes y amarillos el paisaje lunar de las formaciones calcáreas. Siento alivio al encontrar cielo abierto. Paramos para beber y picar algo. Juank mira a su alrededor con parsimonia mientras se lleva a la boca con lentitud unas nueces que lleva en el bolsillo. Yo degluto una barrita energética que venía de regalo con las botas, que, como merezco, empiezan a doler. Intento extasiarme en la vista pero en seguida le propongo a Juank el antiguo juego, reconocer los pueblos que, como escarabajos blancos, se esparcen por las llanuras y colinas que se extienden a nuestros pies: Ronda, El Burgo, Yunquera, Algodonales, Arriate. Como entonces, gana él, pero lo hace como todo lo demás, como si no fuera con él, como si no fuera mérito suyo. Lo miro ahí delante de mí, con una espiga ahora entre los dientes, y no puedo quitarme de la cabeza que este tío, mi amigo Juank, ha estado en todos esos lugares donde se hace un alpinista, un montañero de verdad, espacios bautismales donde  se ha hecho el hombre que es: el Mont Blanc por el Frenêy, la arista Lión del Cervino, el Fitz Roy y el Cerro Torre, la norte de las Trango, el monte Asgard y otros muchos. Sin patrocinios, sin marcas, sin redes sociales, trabajando como guía de montaña, montando casas de madera, trabajos verticales. Lo que sea con tal de volver a mirar cara a cara a la belleza y el horror, esa adictiva síntesis que le corre por las venas, que le enciende la mirada. Y ahí está, oteando tranquilo, como si no fuera con él, como si no hubiera mérito ninguno. ¿Quién se siente orgulloso de respirar? Cualquier otro que hubiera hecho una sola de esas proezas no hubiera parado de mentarla, inclinar la balanza de poder de su lado, pero no, a mi amigo Juank casi que hay que sacarle todo eso. Cuando rememora habla pausado, mira a los árboles, a las colinas, como si en ellos encontrara el guión del relato que hace. A veces se queda callado, una milésima de tristeza en su mirada limpia.

Casi sin darnos cuenta comenzamos la ascensión final al Torrecilla. Yo ando ya maldiciendo por dentro estos 25 años sin pisar el monte, pero aprieto los dientes. Supongo que algo así es lo que llaman hacer penitencia. Juank, sin embargo, parece no distinguir el plano horizontal del vertical ascendiendo con suma facilidad el sendero que va recorriendo la imponente mole de roca. Cada tanto se para, a revisarse los cordones, a buscar algo en la mochila, gestos con los que no logra disimular que me espera. Además de esto tiene la cortesía de no preguntarme nada para no empeorar aún más mi crisis respiratoria. Siento cómo la sangre bombea con fuerza por todo mi cuerpo, exigiendo a las venas y arterias, tintando la piel de rojo. Es terrible, pero hermoso. Y de pronto revivo aquello que jamás he sabido nombrar, aquel impulso, aquel deseo que nos hacía escalar muros de granito o recorrer bosques vírgenes. Esa sensación de que, a pesar del dolor, a pesar de la fragilidad ante la montaña, estábamos ahí por una decisión radicalmente libre y personal, ilógica, incomprensible, como todo lo que importa de verdad. Someterse al cansancio, al peligro, al hambre o el frío como acto libertario de búsqueda de lo sublime, de ese momento en que todo de pronto se vuelve fundamentalmente bello, el hombre, el mundo, uno mismo, y la cima se convierte en una catarsis, un éxtasis necesario. Causa y consecuencia son lo mismo. Me cuesta dar el siguiente paso, primeros calambres en el gemelo derecho y dolor intenso en el empeine del pie izquierdo. No pienso sentarme hasta que llegue arriba.

A poco que uno lo piense la vida es una sucesión de rituales; a los que más se repiten les llamamos rutina, pero no son más que eso, ceremonias elegidas que dicen quiénes somos, cómo hacemos lo que hacemos, como abrazarnos ahora al hacer cima, ese abrazo que no tiene nada que ver con la altura o la dificultad, sino que es una celebración del estar ahí, de haber llegado precisamente ahí. Nos pasamos la vida llegando a lugares, pero al hacer cima uno se abraza porque no es haber llegado a cualquier lugar; se trata de un lugar al que, si uno lo piensa, no tiene ningún sentido ir pero que, cuando se llega, todo cobra sentido. Las cimas tienen el poder de justificar cada uno de nuestros pasos, precisamente porque no habría por qué haberlos dado. Juank, consciente de mi proximidad al colapso absoluto, me da unas palmadas en la espalda y me sonríe. «Respira», me dice, «es el mismo aire de entonces, nada ha cambiado aquí». Comemos. Unos barquitos de atún con cebolla, medio salchichón de Benaocaz, picos, pan de higo. Hablamos de los amigos muertos, los suyos por caídas y avalanchas, los míos por colesterol y accidentes de tráfico. Ninguno hablamos del amor. El azul casi turquesa del cielo recoge como un lienzo los recuerdos que vamos comentando. No hay preguntas, solo memorias espontáneas y silencios. Casi sin darme cuenta -quizás esté cerrando los ojos sin percatarme- Juank se ha ido alejando hasta sentarse en un saliente unos pocos metros más abajo. Cualquiera esperaría encontrarlo sentado en la postura del loto e imaginarlo en sus caminatas por Nepal, pero no, está ahí sentado sin más, como cualquiera seguramente haría. Lo que nadie en cambio igualaría es esa mirada con la que lleva un rato ya proyectando al frente. Parece que no mirara nada, pero que lo estuviera viendo todo. Y me doy cuenta de que el Juank que está sentado ahí es la promesa de lo que fue, actualización soberana de lo que fue potencia. No sé cuántos podemos afirmar eso. No me mira en ningún momento, parecería que se ha olvidado de mí. Le grito, «¡Mono!» y él se gira sereno y me pide un ratito más. Yo quiero irme ya, pienso en el camino de vuelta y me siento latir el corazón en los pies. Empiezo a recoger las cosas con alguna que otra exageración para tratar de que mi amigo-gárgola se dé por aludido. Pero no hay manera. Me siento. Me arrepiento de no haber traído el móvil, poder decir que estoy bienNo sé qué hacer. Intuyo que puedo empezar a ponerme nervioso. Miro a Juank, su quietud extasiada, y no sé por qué, pero trato de imitarlo.No tengo más remedio que respirar profundamente, arquear los orificios nasales, contemplar. Cierro los ojos, trato de escuchar el aire, me concentro en la brisa cálida contra mi rostro. Dejo las palmas de las manos sobre mis muslos, como si ese fuera su lugar predilecto. No soy consciente del tiempo, de pronto aparece una sensación de estar al fin,  de haber llegado. Abro los ojos, pero ya no miro sino que veo. Me pasan por la mente cientos, miles de imágenes de todos esos lugares, de todas esas situaciones donde no he estado, precisamente porque tenía que estar. 25 años de presencias ausentes. Me siento aquí porque al fin no tengo un porqué, no hay más que esto, estar aquí con mi amigo, como fuimos, como si yo fuera quien me prometí ser. Ser y estar, una sutileza lingüística que salva o condena vidas. Juank al fin altera su extraña meditación, se pone en pie para estirar la espalda y los brazos; se viene para mí con una sonrisa sencilla. Sé que va a decir algo, siempre hay una casi timidez en su mirada cada vez que habla por voluntad propia. 

«Cada vez que alcanzo una cima, que subo a lo más alto de donde esté, me hago siempre la misma pregunta. Hay veces que cuesta más que otras responderla. ¿Merece la pena bajar? ¿Qué me espera ahí abajo?»

Sé que no me miente, que se formula esa pregunta vital o letal a sí mismo. Veo cómo coge la mochila y emprende la bajada en silencio. Supongo que se ha respondido. Lo que quizá no sepa es que me deja aquí detrás, solo, paralizado, teniendo que responder, ahora, a esa pregunta. 

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