
En la noche del 5 de agosto de 1904 dos hombres bajaban cansados y hambrientos, resbalándose por la pedrera de la canal del Camburero y buscando a gritos, en la oscuridad de la noche y el vacío, algún pastor que pudiese darles cobijo donde recuperarse y pasar la noche. Seguramente, en aquel momento, el aristócrata don Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós, marqués de Villaviciosa de Asturias, y Gregorio Pérez, un humilde pastor del pueblo de Caín, no eran plenamente conscientes de que, con su primera escalada al Naranjo de Bulnes, terminaban de escribir la primera página de una historia llena de pasión y esfuerzo: la historia de la escalada en España. Desde entonces, la figura pétrea del gigantesco monolito del Naranjo de Bulnes se convertiría en una de las más importantes referencias, donde los alpinistas españoles de distintas generaciones se probarían. Todo ello explica que el Naranjo sea, desde estos comienzos, la montaña símbolo del alpinismo en España.

Situada en el macizo central de Picos de Europa, el Naranjo, con sus modestos 2.516 metros, no es ni siquiera la montaña más alta de este bello macizo; pero desde el punto de vista de la escalada, es, sin duda, la más interesante de los Picos de Europa y una de las más duras y difíciles. Ésa es la explicación de que haya significado para el montañismo español algo parecido a lo que representó el Cervino en los Alpes, que sin ser la montaña más alta, terminó evocando la idea de inaccesibilidad, el perfil ideal de la montaña que impone respeto y admiración. En una palabra, y rememorando a Mummery, el Naranjo es una de esas montañas que debe ser ascendida.
Más tarde, ya en los tiempos modernos, el nombre del Naranjo trascendió los medios montañeros debido al dramatismo de los accidentes, la espectacularidad de los rescates y, por qué no reseñarlo, la resonancia de las noticias que generaba a través de algunos medios de comunicación. Todo ello agigantó aún más, entre aficionados y profanos, su leyenda de montaña inaccesible.
El Naranjo parece haber sido construido por un gran escultor, sin que apenas sea visible una línea vulnerable. Desde la lejanía parece imposible su ascensión. Pero, como en otras ocasiones, una persona supo mirarlo de otra manera. Quien descubrió el Naranjo de Bulnes para el alpinismo, quien supo ver en él un magnífico lugar para la aventura, fue un extraordinario individuo, don Pedro Pidal. Este curioso personaje compone una estampa un tanto atípica del alpinista de principios de siglo, ya que repartió su vida entre su afición a la caza y las montañas. Era amigo del rey Alfonso XIII, con quien habitualmente perseguía rebecos por los peñascos de Picos de Europa. El Naranjo de Bulnes llevaba tiempo obsesionándole. Y no sólo porque estuviese encendido, como escribió José Ramón Lueje, «por la pasión de la naturaleza vertical». Desde hacía mucho tiempo, al marqués le preocupaba que fuese un extranjero el primero en alcanzar la cumbre más bella e importante de España: «Yo llevaba tiempo preguntándome: ¿No sería acaso posible intentar su ascensión? Que otros habían fracasado, ya lo sabía yo. Pero, ¿qué idea me formaría de mí mismo y de mis compatriotas, si unos extranjeros tremolaran la bandera de su patria sobre la cumbre virgen del Naranjo de Bulnes, en España, en Asturias y en mi cazadero favorito de robezos? Subir al Naranjo de Bulnes, ¡qué hazaña de alpinista más grande!».
Las ideas nacionalistas presentes en Carrel -dispuesto, incluso, a engañar a Whymper para que fuesen alpinistas de su valle los primeros en pisar la cima del Cervino- también están presentes en los titubeantes comienzos de la actividad montañera en nuestro país. Pero la cordada que van a formar el marqués y el Cainejo va a ser mucho más sólida y leal que la del inglés Whymper -al que tanto admiraba Pedro Pidal- y el guía de Valtournance. Gracias al relato de su escalada, publicado en el diario Época, el 20 de diciembre de 1904, podemos conocer de primera mano una de las hazañas más importantes y trascendentes en la historia del montañismo español. Y valorar empeños y motivaciones.
En sus cacerías, el marqués había tenido oportunidad de observar el Naranjo y quedar enamorado de tan imponente montaña, convirtiendo a esa cumbre especial de los Picos de Europa en un reto al que poder dedicarse en cuerpo y alma. Para Pedro Pidal aquella montaña representaba la escalada más difícil que podía acometerse: «Ciertamente en los Picos existen bellas cimas: Torre Santa, la misteriosa, o el Llambrión y el Cerredo, de resplandecientes laderas. Pero todo palidece ante un bravío monolito. Una peña colosal, tallada a pico por sus cuatro costados. Esa peña, el más célebre pico de los Picos de Europa, es el Naranjo de Bulnes».
Desde aquel momento, el marqués se impone como objetivo ser el primero en pisar la cima del Naranjo; diseña un plan, e incluso se traslada a Londres para comprar la mejor cuerda que pudiese encontrar. Hay que recordar que a principios de siglo son los ingleses, como ya hemos visto, los que dominan el panorama alpinístico. Y las pocas excepciones que hay, como el italiano Luis de Saboya, también se acercan a Londres para aprovisionarse de los materiales más modernos cada vez que tienen que organizar alguna expedición. En estos años, en España, se asiste a los inicios de esta actividad desde una lejanía anclada en la indiferencia, pues el país tiene problemas mucho más importantes que reclaman su atención. Mientras los ingleses, por ejemplo, están comenzando a explorar la vertiente norte del Himalaya -en estos años invaden el Tíbet, lo que propiciará el permiso necesario para, pocos años después, organizar las primeras expediciones a la cara norte del Everest-, la atención de la opinión pública española se centra en aspectos más cercanos y dramáticos, como la guerra de África o los graves problemas sociales que convulsionan esta época. En este ambiente, pues, resulta más chocante y excepcional que una persona dedique su tiempo y sus energías a escalar una montaña.
Una vez que tuvo la cuerda, Pedro Pidal se dirigió a Chamonix para, según sus palabras, «entrenarme» como dirían los franceses. Su objetivo en los Alpes fue uno semejante a la categoría del que llevaba en mente: el Dru, una afilada aguja de granito que atrae todas las miradas de los alpinistas desde el valle y que por entonces era una de las escaladas más difíciles del macizo del Mont Blanc. De vuelta a España, el marqués sólo tenía que buscar a un compañero de cordada. En ese punto, tampoco tuvo duda de la elección: «Llamé a mi buen amigo Gregorio Pérez… hombre fornido de poderosas manos que vive en la peña, mientras las nieves no le arrojan al valle. Él es el hombre que me conviene». Pero antes de atacar el Naranjo decidieron efectuar otras escaladas. Ascendieron a la Torre de Santa María y a la Peña Santa de Castilla. Una vez en forma, acostumbrados a la escalada en la magnífica y adherente roca caliza que ofrece el macizo, volvieron sus ojos y encaminaron sus pasos hacia al Naranjo.
En un principio, la visión de sus paredes verticales les resultó francamente descorazonadora. El marqués estudió detenidamente con los prismáticos y sólo pudo apreciar dos fisuras, en la cara norte, que podrían ser vulnerables. El resto de las paredes le parecieron «absolutamente inaccesibles». De una forma bastante gráfica resumió la estrategia que debían emplear: «La ascensión, si era posible, se componía de dos partes: primera, a la grieta, y segunda, por la grieta.» En aquellos tiempos los alpinistas buscaban preferiblemente las grietas y fisuras antes que las paredes lisas, ya que la técnica de escalada en placa y los materiales utilizados las convertían en objetivos casi imposibles. Ésa es la razón de que Pedro Pidal no reparase en que las placas de la cara sur, aparentemente lisas, ofrecían posibilidades de escalada más sencillas que las fisuras de la cara norte. Ésa es la explicación de que el Naranjo fuese conquistado, por primera vez, por una ruta de escalada muy comprometida y compleja. Cualquiera que hoy en día escala la ruta de Pidal y Cainejo y la compara con la de la cara sur puede dar fe de ello. Y más aún cuando imaginamos cómo pudieron bajar los dos escaladores por esa misma vía, descolgándose con la cuerda, cortando trozos de ella o empotrando piedras, ya que desconocían la técnica de rápel. Toda una hazaña que hoy todavía nos asombra, tanto por su perfecta planificación como por la técnica de su realización y la valentía que tuvieron que derrochar.
Al llegar al pie de la pared, almorzaron y dejaron todos los bártulos para poder ir lo más ligeros posible, lo que quizá fue una de las claves del éxito. Sin hacer uso de la cuerda, realizaron una fácil, pero impresionante travesía, que les hizo elevarse en diagonal sobre el vacío de la cara norte. Al llegar a un punto delicado, el Cainejo se adelantó un poco para ver si el terreno era practicable. El marqués le esperó con el alma en vilo, hasta que su valiente acompañante, que se había descalzado para que sus pies se «agarrasen como ventosas» a la roca, le confirmó que podían continuar sin problemas. En una placa muy lisa que vertía sobre el precipicio tuvieron que vérselas con el primero de los problemas de envergadura. Además, la llambrialina, como acertadamente llamó el marqués a aquel paso, sería tan complicada de bajada como de subida, y marcaría un antes y un después en la escalada. Su búsqueda en el descenso les llevaría bastante tiempo y sólo el instinto del Cainejo lograría encarrilarles en la ruta salvadora cuando ya se preparaban para pasar la noche atados a la peña.

Afortunadamente, tras aquel paso difícil, la roca pierde inclinación durante un buen trecho, y lograron ganar bastantes metros de altitud mientras se acercaban a la base de las dos fisuras que recorren la parte superior de la pared norte. A su derecha, la pared oeste se perdía en un inmenso y aterrador precipicio. Aquellas paredes le hicieron reflexionar a Pedro Pidal: «Me produce honda y perpetua congoja el pulimento absoluto de la roca. No parece sino que le hayan dado con papel esmeril y lustre encima». Descansaron un poco mientras la niebla comenzó a esconder a sus ojos buena parte del vacío, lo que les ahorró, seguramente, la impresión que producen algunos pasos muy aéreos y expuestos. El Cainejo, en un relato que dictó de la escalada, lo contaría de la siguiente forma: «Empezaron a reunirse ramos de niebla y se cerró por entero en un cuarto de hora y fue lo que nos favoreció, después de Dios y la cuerda, pa subir y bajar, porque nos quitó el asombro que metía al mirar pa abajo». Además, la perfecta conjunción de la cordada y la confianza en sus fuerzas fue en este momento clave, al pie de la grieta, decisiva para el triunfo. El marqués lo narra de forma magistral: «Retroceder en aquel caso hubiera sido cobardía manifiesta. ¡Arriba, hasta donde podamos, Gregorio -le dije-, y no pienses en mí, que yo llevo seguridad completa! ¡Adelante!».
De esta forma comenzaron a ascender por la grieta, apoyando la espalda en un lado y los pies en el otro, ganando metro a metro la montaña, abriendo la ruta de primero, siempre, Gregorio, y siguiéndole el marqués «poniendo los pies y las manos donde él había puesto los suyos». Una piedra desprendida por la cuerda estuvo a punto de alcanzar a Pedro Pidal, pero ese día la suerte estaba de su lado y la piedra se perdió en el abismo: «[…] la sentí pasar a mi lado; después… ¡nada!… Ni volvió a tropezar con la roca, ni la oí llegar a ninguna parte. Así, aunque la vista no nos decía gran cosa, el oído nos hacia comprender una porción de ellas alarmantes».
Poco a poco fueron subiendo por la grieta hasta que un saliente, conocido desde entonces como la panza de burra, les cortó el paso. Por un momento estuvieron a punto de desanimarse y retroceder. Al valeroso y hábil Cainejo, que hasta entonces había guiado de forma impecable la cordada, le pareció directamente imposible: «Formaba una panza en el medio y derechaba tan plomo arriba como un árbol entornao y sin agarraderas ni sitio onde poner los pies». Pero en este momento la decisión, casi obsesiva, de Pedro Pidal y su criterio fueron determinantes. Se alzó hasta donde estaba su compañero y encontró una buena presa para sus manos. Entonces, siguiendo sus indicaciones, Gregorio puso sus pies en los hombros del marqués, e incluso en la cabeza, lo que no deja de darnos una imagen bastante chocante -¡un aristócrata siendo pisoteado por un aldeano!- de la cordada tan poco habitual que formaban; luego Pedro Pidal empujó con sus manos a Gregorio hasta que éste, por fin, pudo alcanzar un agarradero sólido y fiable para proseguir la escalada. ¡Se había salvado el tramo más difícil y comprometido de la ascensión! El Naranjo había sido vencido.
Desde este punto hasta la cima el terreno pierde verticalidad y la fisura se abre en un embudo fácil de pedrera suelta. Incluso el marqués, algunos metros antes de la cumbre, pudo desencordarse y ganar antes la cima: «Me desaté la cuerda, que abandoné al Cainejo, pasé a éste, y saltando, loco, ebrio de placer y de entusiasmo, entoné, al llegar a la cumbre, el más formidable ¡hurra! que di en los días de mi vida… Era la una y cuarto de la tarde».
Con la llegada de Pedro Pidal y Gregorio Pérez a la cumbre del Naranjo de Bulnes el alpinismo acababa de dar un paso decisivo en España. Lo que estos dos hombres aportaron fue, sobre todo, una nueva mirada, una forma moderna de ver la montaña, siguiendo el ejemplo de lo que estaba aconteciendo en Europa. Por delante esperaba un apasionante universo de paredes verticales.
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