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Cultura
miércoles, 15 abril 2020 - 12:26 pm
Participa en la II semana de relatos

«Infiel» de Alberto Martínez Embid ganador del Concurso de relatos cortos de Desnivel (I)

Entre los 181 relatos presentados había mucha calidad, variedad y literatura, nos hemos decantado por esta pequeña joya, enhorabuena al autor ¡que la disfrutéis!
La segunda convocatoria ya está en marcha, tenéis hasta el 20 del abril para presentar vuestros relatos cortos.

Autor: Pati Blasco | No hay comentarios | Compartir:
"Infiel" por Alberto Martínez Embid
«Infiel» por Alberto Martínez Embid

Es difícil decidir entre tantas historias divertidas, bellas, originales, personales, filosóficas, políticas, montañeras… cada una tiene su encanto y sus cualidades.

    Libros de cima. Una historia de pasión y conquista

El caso es que en este juego que hemos inventado tiene que ganar una y aquí está la que más nos ha cuadrado en esta primera semana de concurso. Por su calidad literaria, su ritmo, sus mil historias dentro de una misma historia, por lo coloquial humano e irreverente, por llevarnos a paredes y al vértigo.

Sale de la pluma de nuestro querido Alberto Martínez Embid, autor habitual de Desnivel. Nos ha sorprendido la gran participación de autores y autoras que ya conocemos y la hornada de gentes desconocidas que hablan este interesante lenguaje de contarnos historias que nos transportan y nos conectan con esa realidad de montañas, paredes y naturaleza que ahora nos queda lejos. 


 

Estamos muy agradecidos por la generosidad de compartir vuestra creatividad, vuestras vidas e imaginación en estos momentos de dificultad. Nos acompañáis mucho.

El concurso sigue abierto en su segunda convocatoria

El concurso sigue abierto en su segunda convocatoria. Puedes mandar tus relatos  otra vez, escribir nuevos, o lanzarte si aún no lo has hecho… aquí seguiremos leyendo con cariño y alegría todo lo que aterriza. 

De momento os dejamos el seleccionado de la primera convocatoria: ¡Qué lo disfrutéis!

Infiel por Alberto Martínez Embid

Aquel invierno el Couloir de Gaube presumía de un hielo perfecto. Como la superficie del tronco central se mostró dura y compacta, pudimos progresar con rapidez hacia la proa rocosa del Pitón Carré. Todavía bajo la luz del frontal, tomamos su ramal derecho sin apenas mediar palabra. Mi compañero y yo nos dábamos los relevos en cabeza con la celeridad que aquella ruta helada exigía. Se hubiera dicho que trepábamos por las entrañas del Vignemale como un par de autómatas deshumanizados. Se intuía el amanecer por algunos reflejos vagos a nuestra espalda.

Tras el Bloque Empotrado nos aguardaba la Variante de los Españoles, un itinerario solo apto para cordadas curtidas. Apenas se repetía sino con cuentagotas: era solo para los escaladores gourmets de las grandes clásicas. Mientras mi amigo el Pupas me aseguraba con su cara de angustia habitual, comencé a ganar altura por aquel laberinto de rocas podridas. Su actitud era mucho más silenciosa que de costumbre…

            ‑¡Soy un cornudo, Quico! ‑me gritó repentinamente desde abajo cuando apenas me había alejado unos metros de la reunión. 

No podía creer lo que escuchaba: una neura más de mi compañero. A pesar del sobresalto, fingí no haberle oído…

            ‑¡Angélica me pone los cuernos! ¡Te lo juro, tío! ‑insistió aquella voz amargada desde las profundidades del Couloir de Gaube. Por desgracia, la cuerda que nos unía dejó de correr.

            ‑¡No me bloquees aquí, Pupas! ¡Que aún no he metido ni un puñetero clavo!

            ‑Mi vida es una mierda. No sé cómo me apañaré sin Angélica…

            Habíamos realizado un horario decente hasta el Bloque Empotrado. Conociendo sus crisis periódicas, me resigné a tomarme aquella con filosofía. Busqué una mejor posición para las puntas de mis crampones, me aferré con las manos a un par de salientes no demasiado tranquilizadores y me presté a participar en una especie de Consultorio de Elena Francis desde el corazón del Vignemale…

‑A ver, atontado, ¿qué demonios pasa con Angélica?

‑¡Que me ha puesto una cornamenta de Minotauro, Quico! Seguro que ya piensa en darme puerta…

‑¡Si es una santa, Pupas…! Te juro que no sé qué hace con un tipejo como tú, que le echa el ojo a todas. Desde luego que no te la mereces…

Mi pie izquierdo perdía el apoyo y los brazos se cargaban. Desde el talud superior un torrente de nieve se vertía sobre mi pescuezo con una regularidad pasmosa. Había que acabar con aquella situación como fuese para escapar rápidamente hacia el glaciar de Ossoue antes de que la noche nos forzara a un vivac.

Montaña y empresa
 

            ‑Pues ha cambiado, Quico. Ahora sale mucho… Siempre a horas raras, muy arregladita y puesta, sin darme explicaciones… Oye, tú que la conoces bien: ¿sabes si tiene un amante o algo así?

            Había llegado la pregunta incómoda. En efecto: Angélica y yo nos hacíamos pequeñas confidencias, quizás un tanto personales, aunque ni mucho menos fuésemos amantes. Demasiadas horas en común entre compañías plastas o en bares aburridos eran la causa, solo eso… Pero, ¿qué podía alegar en mi defensa? Esa familiaridad con la novia de un amigo, ¿no era también una especie de traición? Acaso más grave que la de la carne.

            ‑¡Y yo qué sé, Pupas! Bueno, sí: me consta que Angélica es una chavala de primera, legal como pocas. ¡Una joya, pedazo de merluzo! Tira a ver si vamos para arriba…

            ‑Eso lo dirás tú, que siempre te has llevado a las mil maravillas con ella… Pero no es ninguna monja, te lo aseguro. Mira: el otro día volví a casa un poco antes y me la encontré en el dormitorio, muy ligera de ropa, sudorosa y con los ojos brillantes, toda ruborizada… Hasta el salón atufaba a tabaco, cuando sabes que allí no le deja fumar a nadie, salvo a ti cuando vienes…

            ‑¡No me digas que te topaste con el butanero en el armario, escondido entre sus picardías más vaporosos!

            ‑¡Eso, tú búrlate! ¡Encima que no tenías el móvil disponible cuando te llamé aquella maldita noche…! Por no liarla más me largué sin pedirle que me lo aclarara y tuve que dormir en el sofá de casa de mi madre.

            ‑¡Lo tuyo es de siquiatra! Venga, dame cuerda y vamos hacia el glaciar, que se va a hacer tarde. En el refugio de Bayssellance, con un par de birras en el cuerpo, me lo cuentas con más calma… Y luego, cuando estemos bien bufas, le tiramos los tejos a la guardesa gabacha, a ver qué pasa…

            ‑Aún no sabes lo peor: Angélica lleva un tatuaje, una palabreja en chino… ¡No te lo creerás! Se la copié mientras dormía y la hice traducir: ¡Infiel! Se ha tatuado la palabra infiel para restregármela por la cara. Además de que me pone los cuernos, se ríe de mí…

            Cierto: algo de eso ya sabía. ¡El retorcido sentido del humor de Angélica! Como ella creía que el Pupas coqueteaba en exceso con las chicas de su oficina, había tenido aquella ocurrencia de dudoso gusto. Al menos era lo que me había contado, pues el dibujito de marras, por lo visto muy chiquitín, nunca me lo llegó a enseñar: se hallaba en un lugar poco accesible. Sin embargo, me sentí obligado a ejercer como pacificador conyugal.

            ‑¡Eres un auténtico imbécil! Parece mentira que te fíes tan poco de Angélica… Además, ¡si es un tatuaje pequeñito y escondido! No se lo verá ni Dios…

            Me mordí la lengua y cerré los ojos. Un silencio prolongado confirmó que al Pupas no se le había escapado aquella metedura de pata. Mi tremendo desliz. Una voz de trueno subió desde su lóbrega reunión.

            ‑¿Y tú cómo lo sabes…? ¿Cómo diablos has podido vérselo en esa zona del cuerpo…? ‑aquellas dos frases fueron lo último que escuché de mi amigo. Seguidamente vi cómo su casco se inclinaba hacia el hielo mientras comenzaba a darme cuerda en silencio.

            Mis pies estaban empezando a producirme calambres y los brazos me pesaban toneladas. Una brisa heladora descendía desde los ventisqueros de Ossoue… Cometí entonces una segunda equivocación: horrorizado ante el malentendido que acababa de crear, reinicié la escalada por la muralla descompuesta del Pitón Carré. No se me ocurrió descolgarme hasta la reunión para aclarar nada. Solo pensaba en huir hacia la luz del glaciar.

Con gran alivio, por fin pude meter un par de seguros precarios a pesar de que notaba que la cuerda pendía muy floja hacia abajo. Tal vez demasiado. Una duda me martilleaba con insistencia el cerebro: ¿mi compañero me aseguraba todavía con una mínima eficacia?

            El largo se fue enderezando de una forma perturbadora. Las rocas de aquella infernal Variante de los Españoles se mostraban cada vez más rotas. Mi instinto comenzó a advertirme de que no podía dar un paso en falso bajo ningún concepto. Mientras tanteaba una laja medio desprendida por el hielo, me pregunté cómo demonios se escribiría infiel con caracteres chinos.

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