Al escuchar las razones de los demás se enriquecen las propias. No sé cuánto de lo que aquí digo es mío y cuánto tomado de las conversaciones que tuvimos varios amigos montañeros y conservacionistas sobre la reciente elaboración de normas de protección para la montaña de Peñalara.
En el grupo estaba el incansable Luis Fraga, que nos animó al resto, y también fuimos fieles al asunto varios más, entre ellos significativamente el presidente de nuestra sociedad Peñalara y el director del Parque Natural del mismo nombre.
Si este activo intercambio de puntos de vista fue, en sí, una interesante experiencia, más lo era su finalidad: encontrar vías concretas que compatibilizaran la conservación de la naturaleza y el uso montañero en el macizo.
En un momento determinado pensé que era conveniente por mi parte escribir el borrador de unas palabras que ofrecieran mi perpectiva personal en el diálogo, pero sólo para aclararme yo mismo, no porque fueran diferentes a las allí expresadas, pues creo que cuando las leí a los demás, en principio, nadie las discutió. Nuestro presidente me pidió, incluso, que las pasase a limpio y se las entregase para su posible publicación en la revista de Peñalara.
Simplemente, aquí están: no son muchas, más bien escuetas, ni contienen nada nuevo; creo que expresan una perspectiva montañera general, aunque tal vez también tengan algo personal e incluso circunstancial, sobre algunos principios que afectan a la relación entre la actividad montañera y la práctica de la conservación en áreas de montaña, sobre todo pensando que éstas tienen sus particularidades respecto a otros medios geográficos en sus caracteres naturales y en los modos de ser transitadas y vividas.
Entrar en el detalle de ambos aspectos nos llevaría a un tratado, que no es lo que buscaba en este escrito; pero sí quiero ofrecerlo como un mero punto de vista. Comentaba Luis Fraga, respecto a esta variedad de perspectivas, que todas las cosas tienen muchos lados (son como «poliedros», añadía), pero que pueden ser convergentes: bueno, éstos son los diez puntos básicos que definirían mi lado de este «poliedro», en busca explícita de esa convergencia (pues hallar esas vías de encuentro es lo que realmente importa, bastante más que lo que yo pueda pensar).
1º. Las condiciones actuales del ejercicio del montañismo presentan una tendencia doble: por un lado, un aumento de usuarios y, por otro, una disminución de lugares donde aquél puede ser ejercido en las circunstancias deseables, que son, a la vez, las de mantenimiento de los valores naturales y las de posibilidad de libertad de acción.
2º. Las condiciones actuales de la protección de espacios de montaña presentan un proceso de extensión y de regulación, que favorece la conservación de esos lugares naturales y que puede y debe intentar ser compatible con un montañismo repetuoso, sin que éste quede privado de sus premisas básicas de libertad y creatividad, pudiendo incluso incrementarlas, buscandóse líneas generales y, en cada caso, modos concretos de regulación.
3º. En un proceso anterior, el aumento de espacios de montaña mercantilizados, urbanizados, tecnificados, deteriorados, masificados, afectados por remontes, tránsito rodado y por sobrecargas de equipamientos, hizo preciso acudir a la búsqueda de una protección de los paisajes naturales aún no afectados, mediante las normativas existentes, en la esperanza de preservarlos por sus mismos valores y para el mantenimiento en ellos de un uso montañero respetuoso en un medio con cualidades suficientes.
Insistimos en el término «respetuoso», conscientes de que es el calificativo más comunmente aplicable, pero sin olvidar que también puede haber muchas derivaciones contrarias por acción o por omisión, algunas veces dependientes de un dudoso entendimiento de la expansión del montañismo, con superposición de criterios mercantilistas, turísticos o de juego de cancha sobre ésta.
4º. La actitud montañera conservacionista surge tanto por necesidad lógica de una naturaleza preservada para su práctica, como por ocasionar tal actividad una observación y un seguimiento de las condiciones reales de las montañas.
Como consecuencia, en un sector importante de los montañeros ha venido existiendo, por una parte, la necesaria sensibilidad y, por otra, el conocimiento concreto del estado en que se encuentran los elementos y los lugares de nuestra naturaleza montañosa.
De este modo se creó en ellos una pronta conciencia valorativa de tal estado y una actitud proteccionista, tanto de los componentes naturales aislados como de los ambientes y dinámicas de conjunto donde éstos dominan. Tal estado de conjunto de la naturaleza de montaña es lo que se ha valorado vivencialmente, buscando incluso sus expresiones más intensas y evitando las modalidades desnaturalizadoras propias de los estilos de colonización y conquista territorial.
5º. Esta esperanza de continuidad de la vivencia de la naturaleza de la montaña mediante la conservación de determinados espacios suyos puede frustrarse, sin embargo, posteriormente, una vez que aquella protección se formaliza, por una tendencia al cierre de los mismos, derivada del surgimiento imprevisible de esquematismos de reglamentación o por una visión dominante o exclusivamente biologista.
Ambos extremos son discutibles por las características del mismo medio de alta montaña y porque la finalidad cultural de la conservación en ellos no se puede obtener sino con su observación y la vivencia de sus áreas internas, lo que no se consigue si no es ejercitando el montañismo, es decir, con esfuerzo, libertad y a cuerpo limpio en un medio sin desnaturalizar.
Ciertas circunstancias de exceso de reglamentarismo pueden expulsar sin razón conservacionista real, así, en tales lugares protegidos, a actividades normales que serían aceptables y regulables, y conducirlas de hecho hacia un ejercicio furtivo no deseado por nadie.
6º. Los lugares protegidos se restringen, por las mismas características de sus normativas, a determinados lugares, por lo que el resto de los espacios de montaña quedan desprotegidos.
Ello puede dar lugar a un contraste excesivo entre áreas sobrerreglamentadas, con prohibiciones más o menos discutibles, y áreas aparentemente libres, pero constreñidas por otros impedimentos, en ocasiones deterioradas o si no, siempre, permanentemente amenazadas.
La elección de los lugares protegidos pasa, además, por tantas vicisitudes sociales y políticas y por su acoplamiento a normativas no siempre bien hechas, que no atienden necesariamente en la selección a los verdaderos criterios de valor geográfico de los espacios, por lo que a veces hay contrastes notorios entre los valores naturales reales y las zonas de hecho escogidas como lugares de preservación.
Parece conveniente, pues, abrir una búsqueda de otras soluciones más flexibles, amplias y ajustadas al conjunto territorial montañoso, como podría ser la puesta en funcionamiento de modos de «protección del paisaje», ya lanzados por un convenio del Consejo de Europa.
7º. En la evolución del sentido ético de la conservación de la naturaleza hay una tendencia progresiva a la profundización moral.
Si, originariamente, se partió de una preservación práctica de los recursos naturales necesarios para la vida (madera, especies, agua, aire, territorio), evoluciona luego a una protección desinteresada y amistosa con los elementos y los paisajes naturales (parques nacionales, etc.). Es el desarrollo de una concepción no depredadora de la tierra, primero regulando el utilitarismo exclusivista (para no echar piedras en nuestro propio tejado), y, luego, sacando del mercantilismo puro y generalizado a determinados lugares para preservarlos.
Finalmente, y hoy estamos en este nivel, el sentido ético, por un lado, se extiende a todas partes del territorio, con diversidad de tratamientos. Y, por otro lado, se tiene en cuenta que no sólo hay que ejercer una moral respecto a la tierra, sino que hay un beneficio de ese orden que repercute en el hombre cuando éste desarrolla una vivencia de la naturaleza dignamente conservada. Lo que significa que, para posibilitar tal función moral, no se debe enajenar del sentido mismo de la protección tal posibilidad de vivencia. Para armonizar las cosas a este nivel y en nuestros casos concretos, resumiría esta perspectiva en tres últimos puntos:
8º. No puede haber un montañismo digno sin una montaña cuyo estado natural no esté dignamente conservado.
Del mismo modo,no puede existir una profunda experiencia de la naturaleza sin ejercitar una actividad montañera libre y con posibilidad de innovación.
9º. Pero, además, el espacio natural de montaña no es sólo un terreno de juego montañero, sino que tiene unos valores en sí: naturales, culturales, que hay que preservar y cuyo mantenimiento y cuya observación propia hay que proponer como un fin.
10º. Igualmente, el espacio natural de montaña no es sólo una reserva de preservación estricta enajenada al tránsito de modo absoluto o regulada con un exceso de limitaciones y, de ese modo, imposibilitada para la transmisión de sus valores física y moralmente bienhechores, porque ello lo desfuncionaliza en varios sentidos: a/ cultural, b/ educativo y c/ para el disfrute. Hay, además, relaciones cruzadas entre estos tres sentidos. Los espacios naturales de montaña son, así, áreas mixtas de conservación, educación y disfrute, mutuamente respetuosos, mutuamente combinados.
Eduardo Martínez de Pisón