TRES GANADORES EN SEGUNDA SEMANA

«Dando palmas» ganador del Concurso Desnivel de Relatos Cortos de Montaña (II)

Y aquí está el tercer relato seleccionado de la segunda convocatoria del Concurso Desnivel de Relatos Cortos que, junto con «Un paisaje en la memoria» y «Amistad vertical», completa el trío ganador de esta semana.

Dando palmas
Dando palmas
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Un verano de principios de los noventa… dos adolescentes que luchan con dar pedales hasta los Cahorros desde una Granada asfixiante, esto nos cuenta Luis Melgarejo en «Dando palmas» relato con el que cerramos la publicación de los ganadores de esta segunda semana de concurso, que comparte éxito con «Un paisaje en la memoria» de Pablo de la Fuente Ruiz, y «Amistad vertical» de Kike Fernández. 

Pero no solo cuenta esto. También está su «homenaje personal o gesto de agradecimiento a todas esas personas, muchas veces totalmente desconocidas, con las que uno ha compartido momentos salvajes de los que dejan una huella indeleble en las carnes y en el alma». Y mucha escalada, y mucho humor, y la sensación de estar ahí con ellos de charleta en el chiringo, después de un jornada de escalada a principios de un septiembre lejano.

En «Dando palmas» el autor se permite ciertas licencias literarias que hemos decidido respetar sin marcarlas siquiera para no romper con su lograda intención de reproducir tiradas de habla y secuencias sintácticas que, de alguna manera, recrean los mecanismos del habla, más que los de la escritura. «Ese era uno de mis empeños (y sigue siéndolo) con estos textos, más allá que el de una crónica y/o cartografía sentimental de una época y algunos sitios. Voluntad de que al leer parezca casi como si alguien te hablara. Tengo cierta querencia por esas estructuras lingüísticas en plan muñeca rusa, como si cada «que» o cada nueva «conjunción» o nexo de oraciones complejas me abriera una nueva puerta a lo desconocido que no puedo no explorar».

Un texto que cuenta con un puñado de personajes al parecer de ficción pero basados en aspectos y vivencias reales con los que te gustaría tomarte una cerveza y quizá preguntarles ¿qué fue de vuestras vidas después de aquel verano en el que el Barbas se quitó de enmedio

Es un relato que viene de antiguo y que el autor ha retomado aprovechando la iniciativa del concurso. Así que animaros, no dejéis de escribir y de regalarnos veranos como este. 


Dando palmas de Luis Melgarejo 

         El verano que el Barbas se quitó de enmedio y nadie parecía saber ni comprender qué es lo que había pasado fue uno de esos en los que a las cuatro de la tarde el asfalto de las calles de Granada no es ya brea con gravilla sino una cosa negra y viscosa que late y cobra vida propia, uno de esos veranos en los que por mucho que madrugues no se puede escalar ni al alba en las placas del Diabólico de la flama esa densa que espesa el aire incluso a la misma vera del río, sin ni miaja de brisa fluvial.

         Nosotros, aún así, el Jaime y yo, aquel verano, nos estuvimos yendo religiosamente a Monachil. En bicicleta. A diario. Que fue pillar las vacaciones en el instituto y ese mismo día dar ya un viaje allí los dos para dejar a buen recaudo en el escondrijo de siempre las dos sogas despeluchadas que nos habían donado un mes atrás el Barbas y la Luisa, los dos arneses color rosa fosforito ajado arramblados hacía dos años del arcón polvoriento de un club al que no pertenecíamos, los dos pares de pies de gato pestilentes y roídos que habíamos heredado del pureta yanqui aquel que conocimos en El Chorro por más o menos las mismas fechas y la suma exacta de nueve cintas exprés, cada una bien distinta de las otras, que entre los dos juntábamos en propiedad. Y dos bellotas bien despachadas de ese polen arenoso y amarillento al que no hacía falta ni arrimarle la lumbre para deshacerlo. El inventario general de todo lo que aquella tarde acarreamos como si nada desde el Zaidín hasta la base del Tajo del Palo se completaba con tres melones bien hermosos de piel de sapo, una sandía mediana y el total de kilos que pesara toda la ferralla que, entre tiras y aflojas y tras no habernos podido acoplar con nadie para escaparnos al norte, a Galayos o a Picos, habíamos sido capaces de recopilar en préstamo de unos y otros antes de que todo quisque se pirara huyendo de la justicia implacable del sol estival de este sur nuestro de aquí que alguna gente casi confunde con África. Dos mochilones, vaya. Y en las bicis. Y es que, mozuelos que estábamos, sin recursos y sin novias ni otra pasión más allá del gesto al filo del vértigo, no nos quedó otra opción que buscarnos la vida y seguir escalando en Los Cahorros durante toda la temporada estival. Y menos mal. Porque en el barrio otra gente no tuvo ese escape y echaron a perder esos años gloriosos entre navajas, cogorzas, sandeces, cojones, niñatas y rayas.

         Pero nosotros dos, el Jaime y yo, desde que conocimos al Subco, pasábamos ya de todo ese rollo de tener que ser el más chulo y más malote del bloque y aquel verano nos cundió. Digo si nos cundió. Sobre todo el mes de julio, en el que pudimos escalar por vez primera y completamente en libre para nosotros, casi con elegancia y solvencia plenas, El Faraón, mucho antes de que al poco se reequipara el diedro; la Cleopatra, con algún que otro apuro y resoplidos varios; y Los Tacos, medio arrastrándonos, bufando, chillando, pero en libre al fin toda la travesía a izquierdas bajo el techo del primer largo, sin agarrarnos al cintajo podrido del bloque empotrado y creyéndonos titanes de puro gozo dos tiradas después, ya en la parte final de la vía, tan bailable. Nos atrevimos también, me acuerdo, a intentar Las Yagas, con más miedo que vergüenza y protegiendo el rajón del segundo largo con las cafeteras hexagonales aquellas que más que protección daban algo de charla y compañía al primero de cuerda, si es que el asegurador callaba, y sólo siempre a cambio de que se les diera coba a saco a las muy condenadas, porque no parecía existir método para que la fisura no nos las escupiera hacia afuera y abajo a cada instante al más leve cimbreo de las cuerdas, bien prietos ya los antebrazos y los tobillos tibios, tibias y peronés temblequeando y recociéndose en la salsa picante del miedo. 

Antes de la última semana de julio ya les habíamos quitado el polvo y los matojos a casi todas las clásicas que quedaban a la sombra o al fresco e incluso escalamos el Diedro de los Troskis una noche de luna llena que conseguimos convencer a nuestro respectivo par de progenitores de que nos dejaran pasar la noche allí.

         Nos hinchamos, sí. Al menos hasta que a mediados de agosto se metió un siroco cabrón. Un viento harto extraño por estas lindes. Y ya sí que estuvimos como unas dos semanas en las que no se podía uno cantear ni en los cazos grandes de las vías más fáciles, de lo asqueroso que era el tacto y el sofoco que daba hasta mover las pestañas. Con todo, la verdad es que, durante aquel largo verano en el que al Barbas se le fue el magín del todo ya y anduvo perdido por ahí, hubo días en los que, más que a escalar, el irnos para allá era sólo por la necesidad imperiosa de escaparnos de tanto asfalto y tanta tontería. Por deambular salvajes y quedarnos en cueros hasta el cuello dentro de la poza grande un rato largo, sintiéndonos siquiera por unas horas dueños de nuestra propia vida en esas hectáreas de mundo que, a fin de cuentas, se habían convertido ya para entonces en nuestra verdadera casa, ajenos y al margen de la estupidez e ingratitud humanas, libres e inmortales.

         De todas formas, una vez que por imperativo meteorológico se impuso ese calor, insoportable incluso para alpinistas de secano y nativos del lugar como nosotros, ya no se pudo escalar gran cosa. Aparte de alguna que otra ruta clásica más que hicimos o repetimos a lo largo de esos días, no fue sino hasta primeros de septiembre que, ya con todo el mundo de vuelta, dos atardeceres consecutivos de benditas tormentas nos dieron de nuevo algo de tregua y una mínima opción de encadenar el resto de proyectos veraniegos. Al Jaime y a mí ya nos quedaban pocos días para arrancar el curso, pero habíamos pasado un verano intenso y pleno y no nos importaba demasiado ya lo de caer o encadenar. Nos bastaba con sólo estar en el monte y disfrutar bailando, cavilando, decidiendo. Decidiendo y aceptándonos. Pero volver a ver a toda esa caterva de peludos que nos había adoptado unos años atrás y que nos consideraba ya como de su familia, ir viéndolos llegar a todos de regreso y rebosantes de motivación, con la sonrisa sincera y más fuertes todavía que cuando se marcharon, nos hizo a nosotros dos sentirnos como si también hubiéramos marchado y regresáramos ahora de un largo viaje con un extra de vigor y de sapiencia.

         Pero no estábamos todos. No todos habían vuelto, no. Faltaba el Barbas, a quien el Jaime y yo habíamos visto a lo lejos uno de los últimos días de julio, él subiendo cañón arriba y nosotros dando de mano en Las Palomas mientras soplaba un viento solano de esos que alguna gente dice que enturbian y trastornan el juicio hasta al más pintado. Y faltaba también la Luisa, claro, quien, tras dos días con la carcoma de la angustia minándola por dentro, al tercero resolvió hacer la mochila con lo justo y subirse a buscarlo como loca por la Sierra. La Luisa y el Barbas, tan grandes, tan suyos. Sólo años después, cuando empecé a aficionarme yo al artifo, escalando con ella en Alcandoras, colgados de un vivac insomne en la Olimpia y al hilo de un desengaño amoroso mío que yo le estaba compartiendo de viva voz, me contó ella cómo fueron de lacerantes y reveladoras cada una de las siete jornadas de aquella semana larga que estuvo buscando al Barbas el mes de agosto aquel y en qué momento y cómo se había dado ella por vencida al comprender de pronto que iba a ser no sólo infructuoso sino absurdo e imposible su empeño de encontrarlo y, sobre todo, imposible cualquier posibilidad de retomar después la vida en común que habían llevado hasta entonces. Serena, risueña casi, me dijo que fue comprender eso y, de súbito, darse media vuelta en mitad de la subida al Peñón de Dílar, a la semana ya de andar buscándolo, como a media mañana.

         —Desde donde me di la vuelta, pues… calcula tú. Llegué a casa a las cuatro de la tarde. Sólo supe lo que iba a hacer exactamente cuando solté el macuto en medio del pasillo. Busqué el primer vuelo a París.

         Y al día siguiente sobrevolaba Málaga rumbo a París, la ciudad en la que ella había vivido durante más de diez años, cuando curraba en la editorial grande aquella de la que nos estuvo hablando un día, la ciudad que dejó con pesar e incertidumbre cuando su madre empeoró y ella se vio en la coyuntura de mudarse a Granada para estar con ella hasta que la mujer murió y la Luisa la enterró y aquí ya se quedó porque un año antes se había cruzado el Barbas en su vida. París, la ciudad a la que ahora estaba regresando nuevamente, la ciudad en la que ella había renacido ya una vez de sus cenizas. Su ciudad.

         —Y cuando el avión aterrizó, Daniel, bastaron un par de telefonazos a gente amiga para que me vinieran a buscar con cuatro cosas más de las que yo ya llevaba y, desde el mismo aeropuerto y sin que a nadie le hiciera falta saber más nada por el momento, Sabine, una colega, un sol, una tipa tremenda, ya la conocerás si finalmente vienen este año las locas estas a Granada a visitarme, me vino a buscar y me acercó en coche hasta esa casita de la que os he hablado tantas veces, esa casita que un puñado de gente amiga mía de allí mantiene en común desde hace años en Barbizon, en pleno bosque. Y tres horas después de aterrizar ya estaba yo allí dejándome abrazar por la grata espesura del bosque de Fontainebleau, reencontrando la paz y el sosiego que tanto yo precisaba en ese momento a través del tacto y las secuencias gestuales de mis bloques predilectos del Bas Cuvier, sintiendo cómo el bálsamo de ese bosque mío se colaba en cada poro de mi piel hasta alojarse en mi entraña, Dani, curándome y conectándome poco a poco conmigo misma de nuevo. Reinventándome.

         Y, bueno, que me enrollo y me alargo y que a lo que iba es a que, cuando todo lo del verano este que vengo aquí contando, llevarían entonces la Luisa y el Barbas unos tres años viviendo juntos ya. Aunque esta es otra historia bien distinta que tampoco va a caber aquí. Y fíjate: Que el Jaime y yo, sin nosotros echarle cuenta a eso, habíamos sido igual los últimos en verlo al Barbas, sí. Y los demás, al poco de volver y de enterarse de la cosa, estaban ansiosos por interrogarnos. Como si el Jaime y yo tuviéramos alguna clave oculta de por qué o de adónde por la sencilla y tonta razón de haber sido nosotros dos por pura casualidad los últimos en verlo antes de él ya perderse río arriba, con aquellos calzones negros que eran ya grises de tanto sol y tantas lavadoras y la mochila raída esa que él siempre llevaba cuando se iba por ahí a hacer búlder a alguno de los muchos roales en los que tenía colchonetas escondidas y problemas pendientes o por limpiar.

         Pero eso fue como a finales del mes de julio y era septiembre ya. Y estábamos allí todos de nuevo. Todos allí. O casi. Bueno, ya: Que eso ya creo que lo he explicado antes. Y en el bar del cateto ahí le andábamos charlando, de vuelta hacía ya un rato de la Placa de Om,de encadenar el Deivi la No tan mangui. La conversación llevaba ya cuatro rondas de birras en tubo helado orbitando sobre un único tema: el paradero del Barbas. Y por lo que fuera, que son ya tantos años que no me acuerdo cabal de todo, pues salió lo de las duquelas suyas y lo de esa forma de salirse de los pozos de la salud mental que él había desarrollado tras años ya de convivencia con sus voces interiores. Y dijo el Ton:

         —Porque es que cuando al Barbas le agarra la pena esa del adentro en pleno centro, la cosa esa que le conecta las sienes y el buche como un nudo que no deja infinito de azocarse el muy cabrón sobre sí mismo, cuando le vienen los ecos esos, cuando lo agarran y no puede él ya zafarse pues… no puede el tío ni mucho ya ni poco entretenerse en el sufrir, ahí con la mente bullendo y frota y dale al cráneo duro y lento, con los músculos y el aire y lo más nervio de las yemas de los dedos de sus manos diez de dos. Es que no puede. No puede, tú. Se le vuelven a anudar cerebro y vientre y por el cuello hijosdeputa dos tendones como cuerdas ahí tensándose que… ¡Foh! Que nada más de pensarlo se me ponen los pelos como escarpias, bicho, mira. Que es que su cuerpo todo se revuelve y le resuelve al Barbas el trance y el resuello solamente si se para muy quieto en los umbrales de las puertas de su casa ahí a dar palmas a compás, con alboroto de pelambre, nuca prieta y engranajes maxilares. Y sólo entonces se calma. Si es que le pilla en su casa. O medio se calma. Y respira. Respira. Se va acordando de las pequeñas alegrías y la pena parece entonces como que repliega su embate para volver a su escondrijo de mala bicha hasta la puñetera vez que se le manifieste otra vez la dichosa alteración química esa que él tiene desde chavea o lo que diablos sea que es lo que sucede científica o psicológicamente hablando. Que es que es como si… Fíjate tú que ni la Luisa se lo pudo creer de primeras cuando la vez primera allí lo tuvo que parar y procesar el episodio en tiempo real para intentárselo encajar en sus razones de ella e intentar calmarlo y calmarse ella también y, como no pudo, pues tuvo que dejarlo a él solo con sus palmas los cinco o diez minutos que estuvo como loco aquella vez, por suerte. Y mientras, ahí, la Luisa, pobretica, parece que la estoy viendo, ¿te acuerdas, Subco, tú? —y el Subco, correoso, asintió, ligeramente molesto—, aguantándose las lágrimas y la estupefacción, la pobre, mientras nos buscaba un algo en la mirada o en los gestos al Subco y a mí, que nos pilló ahí echando una cerveza aquella tarde con ellos, ahí este y yo y la Luisa tan a gusto y de repente el Barbas ¡pum! Pero, claro, menos nerviosos nosotros dos porque ya sabíamos qué es lo que era que pasaba. Que no era la primera ni la segunda vez que nos pillaba de por medio un brote de esos. Tú veras, toda la vida juntos desde chicos en el barrio… Y ya por eso fue que nosotros le dijimos a ella que no se preocupara y nos la llevamos a la cocina y le tratamos de explicar lo de los brotes del Barbas y tal. Y lo de que, dejándolo a su aire, al rato o al día siguiente se calmaba. Porque calmarse claro que se calmaba y se calma y se calmó. Como de diáfano el claro de nubes este, tú, que se acaba calmando el tío, siempre, sí. Por mucha noche ya cerrada que sea ahora, te digo yo que siempre al fin se calma y que ese va a aparecer de vuelta más tarde o más temprano por donde mismo se fue.

         —Claro —secundó el Subco, lacónico y como algo incómodo por la encendida alocución de su inseparable compañero de cordada.

         —Para quitarse las penas, sí —terció el Deivi, cómplice—. Pero tiene que ser así. Con sus palmas. A su propio compás. Si no, no. Bueno, así o metiéndose sin soga por donde primero le ha pillado o le han dicho las putas voces esas, que eso es algo que también le ha pasado algunas veces…

         —¡Foh!

         —¿Pero dónde se habrá metido? —preguntó inocente el Jaime.

         Y aunque cada cual tenía su respuesta o su opinión y algunas coincidieran, allí no pió ni Dios. El fresco se estaba levantando poco a poco y se apresuraba a ras de suelo arremolinando broza y migajas. Las alimañas ya estarían por ahí saliendo de sus covachas para ir a buscarse sus vidas montunas y en la terraza del chiringo los tubos de cerveza eran por cuarta vez ya pura transparencia.

         —¿Llenamos, no? —propuso el Gus.

         Y todo el mundo tuvo a bien la propuesta y estuvo presto a asentir en lo echarse por lo menos una más a la salud del Barbas, dondequiera que le andase. Una cerveza más que iba a ser ya la quinta, pero, bueno, el precio de la birra en el chiringo del Gabriel era aceptable y la atmósfera del reencuentro hacía que eso fuera ya suficiente buena razón hasta para que el Jaime y yo nos colgáramos del todo con los horarios de vuelta a casa. Los canutos, por supuesto, también colaboraban y no dejaban de rular en el sentido de las agujas del reloj y en el contrario y, a excepción del Subco, que nunca fumaba, y del Ángel, que siempre fumaba a caraperro de lo suyo, la concurrencia toda andaba ya un pelín damnificada.

         —¡Eli, llénate cuando puedas, primor! —eso el Ángel, rápido, a la niña del Gabriel, que venía de llevarles ya los vinos al cónclave de pijorros cincuentones que acababa de sentarse en una de las mesas de la otra punta del patio:

         —¿Lo mismo todos, mi ángel? —pero ella así soltándolo también como con requiebrillo burlón en el acento y un poco el cuello doblándosele lento hacia la izquierda con aquellas dos clavículas que la moza tenía como para cantárselas líricamente:

         —Lo mismitico, guapa.

         —Pues ahora mismo, familia. Pero cortaos un poco con los porros, que ya no estáis solos en la terraza, copón. Y luego ya sabéis mi padre a quién le viene con la murga de los escaladores.

         —Ah, sí, Eli, perdona. Descuida.

         Y en cuanto se alejó:

         —La tengo ya en el bote, ya veréis. 

         —Qué más quisieras tú, so zorrocuco.

         Después la charla viró y cada cual arrejuntó y fue hilvanando, en el telar compartido de la conversación, las anécdotas más desternillantes y pavorosas de las últimas semanas con toda una panoplia de flashes y trucos y con algunos chistes privados que ni el Jaime ni yo pillábamos del todo hasta que la Eli nos trajo una tapa de costillas de marrano con picante como para tragarse un balde de agua sucia del tirón. Después nos preguntaron por el verano nuestro y por novias y fiestas y nos tomaron el pelo sanamente al Jaime y a mí, que a fin de cuentas éramos unos críos comparados con ellos. Y el Deivi, al rato largo de esa quinta ronda que igual a algunos les sobraba ya y antes de que a quien fuera se le ocurriese la mala idea de volver a llenar, después de sondearles silencioso a todos por adentro de los ojos todo el revés del alma con el auxilio sagaz del hachís, el Deivi, brujo que era y hoy aún más con ya más años, viéndosela venir la sexta ronda, digo, tuvo el acierto de proponer que ya estaba la noche más que echada y puso encima de la mesa un billete de los grandes antes de en voz alta plantear lo de pedir la cuenta ya de una vez, que él pagaba lo suyo y una ronda a todos por lo del rotpunkt suyo de aquella tarde.

         —Y lo que falte pues venga, vamos. Que también hay que dormir, malandrines.

         Y hubo consenso y se hizo cálculo y cada cual puso lo que le correspondía, excepto el Jaime y yo, a quienes sólo nos dejaban pagar cuando encadenábamos algún proyecto nuestro y aún así sólo aceptaban el importe exacto de lo nuestro, por niñacos sin oficio ni beneficio todavía. Se pagó pues y todo el mundo, zigzagueante, pilló su petate. Carril abajo el agua de la acequia nos fue llevando serenos y en silencio hasta el aparcamiento y, ya desde allí, cada cual le tiró para lo suyo. El Deivi nos propuso echar las bicicletas y las mochilas en su furgo y bajarnos con él para el Zaidín, pero se nos ocurrió que mejor le echábamos sólo las mochilas y nos dábamos el goce así de dejarnos caer ebrios cuesta abajo hasta Granada sin dar ni un solo golpe de pedal. Sólo el Ángel, con la excusa de echarle una mano a la Eli en lo de recoger la terraza y chapar, se quedó.

         El Jaime y yo no cruzamos palabra en todo el trayecto de bajada y cada cual encaró como buenamente pudo el broncón correspondiente por las horas de la noche que eran ya.

         La Luisa no volvió a Granada hasta la víspera de Nochebuena de aquel año, más sabia todavía de lo que ya era la tía y más fuerte que el vinagre. Y el Barbas no apareció hasta bastante más tarde, en primavera, vivo, sí. Por donde mismo se fue, como el Ton había dicho. Pero era otra persona ya. Y no ha vuelto a escalar más desde entonces.


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Comentarios
2 comentarios
  1. Buenísimo relato! toda una gozada leerlo y transportarse uno a los días de escalada que tanto estamos añorando estos días, más que nunca. Saludos

  2. Joder! qué bueno!! Va a ser difícil salir de los Cahorros esta mañana aunque solo sea desde mi casa. Enhorabuena.


 

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