«La memoria produce esperanza igual que la amnesia produce desesperación», dijo el teólogo Walter Bruggermann. Es una frase extraordinaria que nos recuerda que a pesar de que la esperanza habla del futuro, las bases de la esperanza se sustentan en los recuerdos y memorias del pasado.
De este modo la historia pasada nos ayuda a formar parte del mundo a comprender que solo hay gentes, antes que nosotras, que nos conceden perspectivas.
Y entre estas gentes del mundo de la montaña rescatamos hoy a Mallory desde sus escritos, como un referente para conocer y aceptar aquello que sucedió y que nos ayuda a comprender la humanidad como un todo complejo, plural, extremadamente variable y cambiante en el tiempo y en el espacio.

La escalada del Everest
La escalada del Everest recoge por primera vez los influyentes ensayos, de Mallory, dispersos hasta ahora en diferentes archivos, e incluye las últimas notas que escribió pocos días antes de su muerte.
Muchos de sus textos tienen su origen en las diarias cartas que escribía a su esposa Ruth desde las montañas europeas y desde el Everest. En aquellos días en que la historia se escribía aún con pluma y tinta, las cartas se consideraban un eslabón vital en la cadena testimonial.
«Cuando se abrió para mí la perspectiva de ir a intentar la escalada del Everest, al principio solía visualizar en mis pensamientos la expedición como una sucesión de esfuerzos tremendos y agotadores por las pendientes finales.
Más tarde, la expedición se convirtió en un símbolo de la aventura. Lo que imaginaba no era tanto el hacer cosas por mi propia voluntad, sino que más bien me veía transportado por fantásticas circunstancias hacia situaciones extrañas y maravillosas.
Ahora que se ha convertido en un problema a resolver, con no menos interés e incluso emoción, la expedición trae a mi mente una visión de las largas pendientes de la montaña, salpicadas a intervalos con grupos de tiendecitas, con cargas de provisiones y de sacos de dormir, y con otros hombres».
Para Mallory, como para los exploradores que le precedieron, la Tierra era todavía un territorio que guardaba rincones escondidos, los mapas no estaban totalmente dibujados, las montañas parecían imposibles de alcanzar y las distancias eran duras de salvar. Al mismo tiempo había todas las posibilidades para imaginar.
Este libro habla de todas esas posibilidades, transmite ese espíritu de los pasos sin trazados
«¿Es humanamente posible alcanzar la cumbre del Everest? No tenemos ni un solo argumento convincente para dar una respuesta a esta pregunta. Sin embargo, sentí de algún modo, cuando llegamos al Collado Norte, que no era una misión imposible».
George Mallory participó en las tres expediciones que intentaron por primera vez escalar el Everest. En la última de ellas (1924) desapareció junto con su compañero de cordada Andrew Irvine. Las dudas sobre si alcanzaron o no la cumbre sigue siendo uno de los misterios que fascina a alpinistas, periodistas y cineastas.

La escalada del Everest
La escalada del Everest desvela los escritos de Mallory que poseen una frescura poco común, él piensa que hay que describir la aventura completa centrándose en el todo: la actividad, lo emocional, lo espiritual y estético.
«No podemos decir que una parte de la aventura fue emocional y la otra no, del mismo modo que no podemos decir que una parte fue viaje y otra no. No podemos sustraer partes, y a pesar de ello seguir teniendo el todo».
Describe la escalada como una pieza musical que tiene diferentes tempos e instrumentos. Consideraba que era su deber, pensando en las generaciones futuras, registrar de la manera más fidedigna posible las visiones y eventos de sus expediciones al Everest, de la laboriosa aproximación y del reconocimiento de las posibles rutas.
Para Mallory el equipo y los compañeros de cordada son muy importantes, conseguir esa íntima compenetración entre los miembros del grupo es para él un fin en sí mismo, y una fuente de placer.
Además se fija y habla a menudo en las cualidades de sus compañeros con apertura y generosidad:
«Lancé un vistazo preocupado hacia abajo, y mis ojos se cruzaron con los de Porter, que me observaba con la actitud más atenta y competente del mundo, asegurando la cuerda en torno a un piolet en el que ninguno de los dos confiábamos.
Lo odié por su imperturbabilidad. Allí estaba, impávido, positivo y alegre, un hecho moral del que no encontré escapatoria.
Aparté la vista, sintiéndome en parte enfadado ante el hecho de que supiera combinar tanta simpática amabilidad —más de lo que era habitual en él— y tanta veterana arrogancia en torno a aquel condenado seguro.
Al mismo tiempo, envidié a aquel loco que era capaz de disfrutar, o al menos así lo parecía, de la precaria situación en la que nos hallábamos».
La escalada del Everest nos da otra visión de Mallory, completa y humana, con humor y búsqueda de sentido, nos acercan y eso siempre es alentador. Esa gloria oculta de la que él habla:
«Es difícil comprender por qué ciertos momentos poseen esta extraña vitalidad, como si el hogar de la mente encerrara una gruta mística llena de gemas que esperan un simple rayo de sol para revelar su gloria oculta».
