Aunque sigue siendo, sin lugar a dudas, la montaña más famosa del mundo, a lo largo de los últimos años la reputación del Everest ha cambiado de forma radical. Actualmente, la masificación de su ascensión —con largas colas de escaladores en la Pared del Lhotse—, las escabrosas historias de cadáveres congelados o los montones de basura que se acumulan a gran altitud en la montaña, no hablan a su favor. Pero las cosas no han sido siempre así. Hubo un tiempo en que el Everest era un lugar remoto, inaccesible y misterioso.
«En la mañana del funeral de Kellas, los dos hombres ascendieron a un punto elevado por encima del fuerte de Khamba Dzong. A lo lejos se distinguía el Everest a través de una capa de nubes y neblinas. Como más tarde escribió Mallory, parecía “como un prodigioso colmillo blanco sobresaliendo de la mandíbula del mundo… Nos sentíamos satisfechos de que la montaña más alta del mundo no nos decepcionase”. Dos días más tarde, el 8 de junio, partieron de Khamba Dzong y escaparon del mapa, saliendo hacia territorios que hasta entonces nadie había cartografiado. “Esto empieza a ser emocionante”, escribió Mallory».
Everest 1922
Hasta 1921 ningún extranjero se había acercado siquiera a la montaña, situada en la frontera entre Nepal y Tíbet, dos países cuyos gobernantes rechazaban de plano cualquier incursión por parte de extranjeros.
En 1922, el grupo británico tardó dos semanas en viajar desde Inglaterra a la India, con otra semana más de viaje por tierra para llegar a Darjeeling y a continuación un mes entero para llegar hasta su campamento base. No tenían fotografías que les sirvieran de referencia y tampoco un GPS para hacer comprobaciones. El equipo de 1922 estaba compuesto por los primeros montañeros europeos firmemente determinados a escalar el Everest.
Podría decirse que la expedición de 1922 fue muy importante ya que instauró el estilo de las grandes expediciones, con grandes equipos y numerosos campamentos, un estilo que persistiría durante las décadas siguientes. Marcó también el inicio del dilema sobre el uso de oxígeno; creó ese vínculo entre el pueblo sherpa y el Everest que se ha convertido en una auténtica marca global, y elevó a George Mallory a la categoría de héroe internacional, cuyas acciones y escritos son hoy parte crucial de la mitología del Everest.
El autor de Everest 1922, Mick Conefrey se ha documentado en los diarios, cartas y diversos relatos, publicados e inéditos, para explorar las motivaciones y los dramas personales de sus principales protagonistas, detallar las vicisitudes que acontecieron entre bastidores, y descubrir las acérrimas rivalidades que subyacían tras aquella aventura.
Se trata de un libro muy entretenido, con un tono periodístico de datos y nombres y hechos y a la vez poniendo el foco en lo humano. Cuenta curiosidades divertidas como que el gran innovador del material de montaña en la expedición de 1922 fue George Finch. Tenía extravagantes teorías sobre los efectos benéficos de fumar tabaco a gran altitud que nunca tuvieron trascendencia alguna, pero el traje de plumón que encargó antes de ir al Everest se ha convertido en el uniforme del montañero de altitud. Y es de agradecer que desmitifique un poco a Mallory ya que las figuras heroicas e intachables chirrían un poco. También cuenta con detalle los entresijos, todo aquello “invisible” que tiene un enorme peso a la hora de generar tensiones y en la toma de decisiones importantes en una expedición. Le da más importancia al grupo en sí, que a cada uno de sus miembros, lo que cada individuo aportaba y hacía avanzar la expedición.
«Formaban un grupo llamativamente homogéneo: eran cuatro profesionales de clase media, con una edad en torno a la treintena. Los cuatro se habían educado en escuelas públicas: Mallory y Morshead, en Winchester; Somervell, en Rugby, y Norton, en Charterhouse, la misma escuela en la que Mallory estuvo trabajando durante varios años. Dos habían ido a Cambridge: Mallory para estudiar historia, y Somervell para enseñar ciencias naturales.
Los otros dos habían asistido a colegios militares: Norton para enrolarse en la Artillería Real, y Morshead en los Ingenieros Reales. Todos habían servido en la Primera Guerra Mundial, donde Morshead y Norton merecieron una distinción militar por sus valiosos servicios. Dos de ellos, Morshead y Mallory, estaban casados y tenían hijos; Somervell y Norton se casarían al cabo de pocos años. La escalada no era la única pasión para ninguno de los cuatro. Mallory leía profusamente y soñaba con ser escritor algún día.
Somervell era el hombre del Renacimiento del grupo: además de prestigioso cirujano, era un artista lleno de talento y un entusiasta compositor aficionado. Norton, por su parte, era un gran deportista, pero también un dibujante con talento y un apasionado ornitólogo. También en este caso Morshead constituía una ligera excepción, ya que no tenía ningún hobby especial, salvo quizás la exploración, que era en cierto sentido una extensión de su trabajo diario».
Everest 1922
Casi cien años después, el impacto de la expedición de 1922 sigue percibiéndose en el Himalaya. El Himalaya de nuestros días, claro está, sería casi irreconocible para aquellos porteadores o escaladores de la expedición de 1922. Aunque, en un sentido muy literal, la de 1922 fue la verdadera «protoexpedición» del Everest, en los últimos tiempos se ha visto infravalorada, al concentrarse la mayor parte de la atención histórica y literaria en el segundo intento británico de 1924, y en su todavía controvertido desenlace.
Cuando terminas Everest 1922, tienes ganas de quedarte un rato más allí, con esas personas de carne y hueso que intentaban subir una montaña. Y quieres sumergirte en el intento de 1924 para lo que, por suerte, hay muchísima bibliografía. Ese es el cariño que le coges a los personajes y a su objetivo, a esos tiempos de valles silenciosos y mapas en blanco.