«De las montañas emana una fuerza que nos llama hacia sus dominios, y allí están, para siempre, nuestros amigos, cuyas almas grandes soñaron con las alturas.
No olvidéis a los montañeros que no han vuelto de las cumbres.»
Anatoli Bukreev, 1997
Inscripción dedicada a Ervand Ilinski, instructor del Club Deportivo Militar, Alma Ata, Kazajstán.
El día 6 de diciembre de 1997, Anatoli Bukreev recibió el premio del Memorial David A. Sowles, del Club Alpino Americano. Este premio, uno de los más prestigiosos que pueden honrar a un montañero, sólo se otorga a aquellas personas que «se han distinguido, con generosa devoción, con riesgo personal o con el sacrificio de un importante objetivo, acudiendo en ayuda de sus compañeros escaladores». En el caso de Bukreev, el premio se concedió, por decisión unánime del comité del Memorial, «en razón de los repetidos y extraordinarios esfuerzos encaminados a buscar y a salvar las vidas de tres compañeros exhaustos atrapados en medio de una tormenta en el Collado Sur del Everest», y además por los «valientes intentos en los que arriesgó su vida saliendo en plena tormenta en una desesperada tentativa de salvar a su amigo y jefe de expedición Scott Fischer».

El premio se entregó durante la reunión anual del Club Alpino Americano en Seattle, Washington, y su anuncio suscitó un prolongado aplauso. Los amigos de Bukreev, expertos y prestigiosos montañeros e himalayistas, habían reflexionado durante más de un año en torno a las circunstancias de la tragedia del día 10 de mayo de 1996 en el Everest, concluyendo por reconocer el heroísmo de Anatoli. Bukreev, que había marchado de los Estados Unidos rumbo a Nepal unas semanas antes de la presentación del premio, había solicitado que se leyera en su nombre una breve nota ante un auditorio de más de cuatrocientas personas. Con su característica sencillez, Bukreev expresaba en el escrito su modesto agradecimiento:
«Creo que el Club Alpino Americano ha hecho un gran esfuerzo para comprender a un hombre procedente de otra cultura.»

Bukreev marchó a Nepal para reunirse con Simone Moro, de Bergamo, Italia, que a sus treinta años se encuentra entre los alpinistas más respetados del país. Ambos planeaban una ascensión invernal de la cara sur del Annapurna I (8.078 m). Moro dijo que, a su llegada a Katmandú, Anatoli se encontraba en buena forma y estaba muy contento de volver al Himalaya. De hecho, en las montañas era donde se hallaba más a sus anchas, donde era más él mismo. Unos meses antes de la expedición al Annapurna había respondido así a un periodista de Kazajstán que le había preguntado si no sentía miedo en las montañas: «Sinceramente, no siento miedo cuando estoy en las montañas. Por el contrario… siento cómo mis hombros se yerguen, se ensanchan; como los pájaros cuando extienden las alas, disfruto la libertad y la altitud. Sólo cuando vuelvo a la vida del llano siento el peso del mundo sobre mis hombros».

El día 1 de diciembre, mientras se aproximaban en helicóptero al Campo Base del Annapurna I, Bukreev, Moro y el cineasta Dimitri Sobolev, de Kazajstán, encargado de registrar en imágenes la expedición, se sentían prudentemente optimistas respecto a sus posibilidades de éxito en la montaña. La gran cantidad de nieve recién caída les había obligado a variar el itinerario de ascensión que tenían previsto, pero les alentaba la perspectiva de una inminente mejoría meteorológica.
Durante tres semanas, abriendo huella en ocasiones con la nieve a la altura del pecho, Bukreev, Moro y Sobolev trabajaron para instalar el Campo I, a 5.200 metros. Desde allí, habían decidido instalar cuerdas hasta la parte superior de una arista, a poco más de 6.000. Seguidamente, recorrerían aquella arista hasta llegar a la cumbre.
Era una ruta más larga y más dura que la que habían elegido en un principio, pero pensaban que dicho itinerario disminuía su exposición al riesgo de avalanchas, porque reducía al mínimo el tiempo que habrían de permanecer en las pendientes del Annapurna.
Bukreev, Moro y Sobolev despertaron en su tienda con las primeras luces del día 25 de diciembre de 1997, día de Navidad. Moro dijo que Anatoli se hallaba relajado, bromeaba y estaba de muy buen humor. A lo largo de toda la mañana los escaladores trabajaron fijando cuerdas, progresando hacia la línea de la arista que tenían sobre ellos. A las 12:27, Moro se encontraba a 5.950 metros. Bukreev y Sobolev, más abajo, ascendían por un corredor. Bukreev traía al hombro una madeja de cuerda, con la que iban a equipar los últimos cincuenta metros que les quedaban para coronar la arista.
Inclinado sobre su mochila, Moro se enderezó al oír una fuerte explosión, y mirando por encima del hombro vio venir hacia él un bloque de hielo del tamaño de una casa. Una cornisa, que no era visible desde la ruta que estaban siguiendo, acababa de desprenderse de la arista. En los tres segundos que transcurrieron antes de que el frente de la avalancha le alcanzara, Moro sólo tuvo tiempo para mirar hacia el fondo del corredor y gritar una palabra: «¡Anatoli!»
Bukreev, que se encontraba a unos 5.650 metros, y Sobolev, justo debajo de él, levantaron la mirada al oírle y vieron un muro de hielo y nieve que se desplomaba como una cascada. Moro dijo que Anatoli le miró, y con movimientos calmados y rápidos comenzó a atravesar en diagonal hacia la empinada pared lateral del corredor que él y Sobolev estaban ascendiendo.
La tremenda fuerza de la avalancha barrió a Moro, arrastrándole hasta expulsarle, finalmente, a poca distancia de la tienda del Campo I de la expedición. Simone quedó inconsciente, semienterrado bajo la masa de nieve que se asentó estremeciéndose, como un sudario. Cuando volvió en sí unos minutos más tarde, Moro forcejeó hasta lograr ponerse en pie y durante veinte minutos estuvo gritando mientras deambulaba entre los restos de la avalancha, pero no obtuvo respuesta de Anatoli ni de Dimitri.
Con las palmas de las manos laceradas hasta los tendones a causa de la fricción contra la cuerda fija, Simone se acercó al Campo I para buscar un nuevo par de guantes, y seguidamente caminó durante seis horas, entre dolores torturantes, para llegar al Campo Base del Annapurna. Afortunadamente, un sherpa a quien se le había dado la opción de abandonar el campamento estaba todavía allí. Solicitaron la ayuda del helicóptero y Simone fue trasladado a Katmandú para recibir atención médica. Antes de entrar al quirófano, hizo una llamada telefónica a los Estados Unidos.
La noticia llegó a Santa Fe, Nuevo México, a última hora del día 26 de diciembre, y fue recibida en medio de un incrédulo estupor. El día anterior, Linda Wylie, novia de Anatoli; la cineasta Dyanna Taylor, que en 1978 acompañó a una expedición femenina al Annapurna (en la que murieron dos de las escaladoras) y yo, habíamos celebrado la Navidad ascendiendo en medio de una ventisca a Atalaya Mountain, un sencillo pico de trekking al norte de Nuevo México. Durante todo el día, nuestros pensamientos y temas de conversación se desplazaban una y otra vez a Nepal, y nos preguntábamos qué día elegirían Anatoli y Simone para realizar su intento de cumbre. Nos imaginamos que probablemente querrían aprovechar el período de luna llena.
El día 28 de diciembre, Linda Wylie partió con rumbo a Nepal para colaborar en la medida en que pudiera en la búsqueda de Anatoli y Dimitri. Albergábamos la esperanza de que, de algún modo, hubieran podido escapar de entre los restos de la avalancha y alcanzar la tienda del Campo I, que había quedado en pie y completamente aprovisionada de alimentos, hornillos y ropa de altitud, con lo que podrían haberse mantenido con vida hasta la llegada del equipo de rescate.
En los últimos días de diciembre se realizaron varios intentos para llegar en helicóptero hasta el lugar de la avalancha, pero la profusa nubosidad impidió que el equipo de búsqueda pudiera acercarse al Campo I. En los Estados Unidos y en Europa los medios de comunicación dispararon la especulación en torno a la suerte de los escaladores perdidos. Una de las diversas llamadas telefónicas que recibí procedía de la sección de comprobación de hechos del U.S. News & World Report. El periodista me preguntó si podía explicar ciertos detalles para un artículo que pensaban publicar acerca de la muerte de Anatoli. Sorprendido y preocupado ante la idea de que la revista se planteara publicar semejante artículo antes de que se supiera exactamente cuál había sido el destino de los dos escaladores, accedí a regañadientes a valorar la precisión del artículo que pretendían publicar. A las pocas líneas de la historia, se decía que a Bukreev «probablemente se le recordaría como el malo del libro de Jon Krakauer Into Thin Air”. Interrumpí a la persona que leía el texto. «No, yo no lo creo así. Si Anatoli ha muerto, estoy seguro de que se le recordará cómo le vieron sus compañeros: un consumado montañero y un hombre sumamente valeroso.»
Por fin, el día 3 de enero de 1998 un grupo de escaladores de Kazajstán, encabezados por Rinat Khaibullin, junto con varios sherpas, fueron trasladados en helicóptero hasta el Campo I, donde inspeccionaron la extensión afectada por la avalancha y la tienda en la que Anatoli había dormido la víspera de Navidad. Dicha tienda estaba tal como la había dejado Simone Moro: vacía. Linda Wylie envió desde Katmandúuna confirmación: «Se acabó… Ya no hay ninguna esperanza de encontrarle vivo.»

Anatoli Bukreev (frase que figura en la lápida en su recuerdo a los pies del Annapurna)
Recibí la noticia en casa. Secretamente, había mantenido la esperanza de que Dimitri y Anatoli hubieran sido hallados con vida; de que hubieran conseguido llegar a la tienda del Campo I. Si alguien podía haber sobrevivido, ése era Bukreev, el Cuervo Blanco, como le llamaban cariñosamente sus amigos de Kazajstán, que apreciaban su carácter singular. Me imaginaba que le encontrarían sentado en su tienda con las piernas cruzadas, sorbiendo una taza de té recién hecho. Me parecía estar viendo la socarrona sonrisa que aparecería en su rostro al preguntar a su amigo Rinat: «¿Por qué has tardado tanto?»
Con el teléfono en la mano, contemplé la pared situada detrás de mi mesa de trabajo, donde desde hace años puede leerse una nota con las frases de una cita. Es de Andrey Tarkovsky, un prestigioso director cinematográfico ruso.
«Me interesa por encima de todo el carácter capaz de sacrificarse a sí mismo y a su estilo de vida… Suele ser absurdo y poco práctico. Sin embargo —o precisamente por esta razón— el hombre que actúa de este modo propicia cambios fundamentales en la vida de otras personas y en el curso de la historia».
Anatoli Nikolaievich Bukreev fue, según mi experiencia, uno de esos caracteres, y me siento honrado por haber colaborado en sus esfuerzos para contar su historia personal. No tengo las palabras necesarias para expresar cuánto vamos a echarle de menos sus amigos y yo, y quienes escalaron con él, y quienes le amaban. Dimitri Sobolev. Anatoli Bukreev. No os olvidamos.
Weston De Walt
Black Mountain, North Carolina
10 de mayo de 1998
Publicado en el libro «Everest 1996, crónica de un rescate imposible» de Anatoli Bukreev..