Segundo relato de los tres finalistas. Los otros dos ganadores: «Un paisaje en la memoria» de Pablo de la Fuente Ruiz, ya publicado y «Dando palmas» de Luis Melgarejo, que lo publicaremos a lo largo del fin de semana para que lo saboreéis como se merece.
La tercera convocatoria ya está en marcha, tenéis hasta el 27 de abril para presentar vuestros relatos cortos que esperamos con alegría.
Cómo dice su autor, Kike Fernández, «Amistad vertical» es una historia real. «Guardada en mi memoria, en algún rinconcito de cariño. Nunca suelo echar nada de menos, pero en este caso, puede que la sensación de ser libres como el viento. Solo la montaña y poco más».
Este es un relato nostálgico, un homenaje a un amigo y también a aquellos años 80 que significaron muchas cosas para los escaladores… maravillosos años de vino y risas. Ganas de libertad, de monte, de comer con las manos. Algunos incluso podían soñar con grandes montañas, grandes rutas, grandes proyectos…. otros con seguir riendo en cada situación o con comer pasta con tomate con olor a jara y a viento.
«Yo creo que fue un sueño… pero fue» dice su autor en el relato. Y este pedacito de sueño o de vida, de los colores de aquellos años iniciáticos, es lo que nos comparte Kike Fernández en su relato, que le ha producido mucha alegría escribirlo porque le ha hecho recordar a Pinky: «Lo he escrito con una foto suya enfrente todo el tiempo».
Un relato hermoso y evocador, que nos transporta a unas vidas que confían en las huellas de las lágrimas.
De momento os dejamos con otro de los ganadores ¡Espero que lo disfrutéis!
«Amistad vertical» de Kike Fernández
Ya hace más de treinta años que no está. Pero sigue conmigo. Cada piedra que toco, cada arista nevada, cada niebla, cada risa, me recuerdan a él. Fue parte de los colores de aquellos maravillosos años de vino y risas. ¿Cómo habría sido mi vida si hubiera seguido cerca de mi piel? ¿Sería mejor persona?, ¿mejor escalador?, ¿mejor amigo? Nunca lo sabré, pero en cada uno de mis actos, a veces, me acuerdo demasiado de él.
Pinky llegó un día de invierno con sus greñas al viento, con ese aire de ausencia que tenía cuando pisaba las aceras de una ciudad. Yo había terminado por fin la mili, y tenía ganas de libertad, de monte, de comer con las manos, de risas… Él se dio cuenta y se me acercó en un bar de Jaca preguntándome si escalaba. ¡Sorprendido dije, sí! Aunque ahora parezca mentira, entonces en mi valle escalábamos cuatro y a veces venía el de la guitarra, pero pocas.
Empezó a hablarme de lo harto que estaba de Madrid, de su ansia de aprender el mundo del invierno en la montaña. El de la roca y el calor hacía tiempo que lo dominaba como pocos en aquellos años.
Y así, en diez escasos minutos, decidimos vivir juntos en una cochambrosa, pero encantadora buhardilla del barrio viejo de Jaca, encima del bar llamado La Gruta. Elegimos bien. ¡Vaya sitio! Se nos unieron mis amigos de siempre Pitufo y Mariano, y un albañil de la tierra baja, simpático, tranquilo, que no pegaba nada con el resto, pero nunca dio el más mínimo problema. Él sí que tuvo que aguantar más de un desparramo fiestero. Pero nunca se quejó. Buena gente.
Cuando todo te da igual salvo ir al monte a escalar, no piensas demasiado. Así que dijimos que sí al primer curro que nos salió. La demolición de un local para construir un restaurante. Al dueño le hicimos el favor de su vida, trabajando un invierno entero por cuatro duros. Pero nosotros seguíamos riendo.
Enfrente de la obra había un muro de piedras de cantería de unos veinte metros de largo por tres de alto. Es una de las pocas cosas que todavía están en la Jaca de hoy, desconocida para mí. El primer día de curro, cuando paramos a almorzar, Pinky se fue al muro y empezó a hacer búlder. ¿Búlder?, ¿Qué es eso?…
—Pues hacer dedos —dijo Pinky. Así que ya nos tienes allí a los dos todos los días, antes, durante, y después del curro, sin parar hasta que logramos la travesía completa. Yo siempre, desde niño, había escalado aristas, montañas, vías clásicas, pero nunca había pensado en entrenar en un muro de Jaca. Esa quizá era la diferencia. A él todo le parecía susceptible de ser escalado. Incluso la noche que nos subimos al ahora desaparecido monumento a la Jacetania. Un bicho de hierro de quince metros de alto en la plaza Biscós. El municipal que nos hizo bajar flipaba. Pensaba que estábamos borrachos. Al explicarle Pinky que eso era entrenamiento, el guardia asintió, diciendo «vaya, vaya». Nos echó una bronca paternal y se fue. Hoy acabarías en la comisaría.
Cuando llegaron las nieves empecé a enseñar a Pinky a «depurar» su tosco estilo de esquí. Aprendía rápido. Lo habría conseguido, aunque era un tanto anárquico para con el gesto, que lo es todo sobre unas tablas.
Fuimos a Telera, a la suela de la Zapatilla, al Aspe… flipaba. Alucinaba con las posibilidades de la escalada invernal. Yo me sentía a gusto, porque ahí estaba en mi medio, y la vanidad… ya se sabe.
Luego en Riglos, Terradets, Regina, Ordesa… tenía que bajar las orejas y seguirle como podía. Parecía que la roca se plegaba a sus deseos. Era un mago. Un mago majo.
No le importaba para nada ir conmigo a escalar, él disfrutaba en cualquier grado, que es de lo que se trata. Eso sí, en cuanto aparecían Jesús, Félix o algún otro, se metía caña de la de verdad. Alguna vez me llevaron con ellos y nunca me olvidaré de aquellas escaladas casi prohibidas para mí, que ellos hicieron posible.
Todos los viajes se recuerdan. Hasta los más pequeñitos. Y fue en un viaje pequeñito cuando nos unimos para siempre.
En primavera me fui con él a Madrid, a Aluche, a casa de su madre. Desde el primer momento me consideraron uno más en la familia. Después de unos días en el caos, nos fuimos a la Pedriza con dos amigos suyos del barrio. Fue una semana espectacular. Montamos el campo base en una losa debajo de las Oseras. Comida sin cubiertos, risas, y escalar. Escalamos todo lo que había. Aprendí a caerme de primero hasta que pasó a ser algo habitual.
El primer día no entendía cómo se podía subir por allí, pero luego no me habría ido.
Oseras, Santillana, el Pájaro, el Hueso… lo recorrimos todo. Incluso escalamos dos noches bajo la luna llena. Un día me convenció para subir sin cuerda por la Soplapoyas. Fue demasiado para mí. Lo pasé mal. Pinky se reía, y me decía: «bien tronco, bien».
Yo creo que fue un sueño… pero fue.
Por las tardes pasta con tomate con olor a jara y a viento. ¡Cómo olía la jara! Yo nunca la había olido en mi Pirineo y me enamoró.
Hablar de proyectos de escalada, de curro en el invierno, de nieves y de novias, de vida y de alguna muerte.
Encendíamos un fuego pequeñito por la noche debajo de la losa y Pinky se acurrucaba contra el granito escuchando mis historias de pastores y montañas. Le encantaba, o al menos lo parecía, que es lo que importa al que mira.
Noches de Pedriza.
Estrellas y purnas entre pieles que se quieren.
Teníamos tantas cosas que decirnos.
Tantas paredes que disfrutar.
Tantas risas pendientes.
Tanto ver la vida igual.
Sin ambiciones estúpidas.
Sin plan más que la vida.
Sin malas caras.
Sin soledad.
Hacía una semana que hacía calor, y ya no aguantábamos más la rutina Jacetana. Pinky y yo hicimos dedo hasta Astún. Como siempre nos costó lo nuestro. La imagen importa, y a pesar de nuestra cara bondadosa, los colores, mochilas y los pelos nos lo ponían difícil, y eso que yo era del valle.
Nos cogió Alfonsé, un ganadero que me conocía, y nos subió hasta la aduana. Echamos una cerveza en el bar de Nieves y nos fuimos para Astún. Hacía calor en este final de primavera, pero la idea de cruzar al Ossau pesaba más que las mochilas. Subimos despacito hasta el pico Los Monjes, y bajamos a Ayus con el Midi estirando sus manos diciendo: «venid, venid…».
Demasiados tropezones por no mirar al suelo.
Después de saludar a las chicas del refugio, pillamos dos cervezas, y sentados en el borde del ibón mirábamos los dos Midis, uno arriba y otro abajo. Reflejo mágico y dorado. Un par de cigarros y Luise, la guardesa, nos despertó «allez les espagnols, la soupe est chaude».
Este era y es, uno de los refugios de montaña donde se paga contento. Da gusto conocer auténticos amantes del pirineo. Y aunque no te guste la comida, que es difícil, la vista del Ossau reflejado en el ibón alimenta por sí misma. El tiempo se para. Solo estás. Solo te miras. Solo sonríes. Solo sueñas con el mundo y con la pared que tienes enfrente.
Nos levantamos a las seis. La rubia simpática se levantó para hacernos un café y despedirnos.
Aquí siempre vuelvo.
Bajamos de ibón en ibón mientras el sol peleaba con el Midi hasta que lo iluminó todo, justo a la entrada del precioso bosque de hayas que lleva al fondo del valle. Sin pausa, pero sin prisa le enseñé a Pinky unas cuantas flores que él desconocía. Le encantó la Nomeolvides. Quizá fue un presagio. Las prímulas eran las reinas de ese bosque mágico. La luz entraba tamizada entre las ramas.
Hablamos poco más camino de la pared norte del Midi. Dolor de cuello de mirar hacia arriba adivinando nuestra ruta, la Bellefóndel Gran Pic.
La escalada fue perfecta, excepto por las mochilas, pero tanta buena roca y tanto ambiente te hacían olvidarte de ellas.
Llegamos a la cumbre ya por la tarde con una sed de la hostia, pero la suerte nos acompañó. Arriba había tres francesas con un par de litros de Orangine. Nunca me ha gustado ese brebaje, pero nos vaciamos un litro entre los dos mientras ellas no dejaban a esos dos piratas sin barco que venían de ninguna parte.
Bajamos con ellas las chimeneas de la normal y al llegar al Col de Suzón nos despedimos con los tres besos de rigor. Quién los pillara en estos días de apartarse… ellas se iban a Gabas, nosotros a Pombie. Al llegar al ibón fuimos a por unas cervezas al refugio, donde el guarda seguía igual de borde que siempre. Que pena de vida. Eran tiempos de franceses bien vestidos en el refugio, y españoles de chándal roto durmiendo a la orilla del ibón. Nosotros no llevábamos ni tienda, solo un plástico. Se ve que ya practicábamos la ligereza alpina… avanzados que éramos, y sin un duro.
La mañana siguiente amaneció brillante y como no teníamos nada para desayunar, y pasábamos del «borde», decidimos escalar rápido y bajar a Sallent, donde ya comeríamos algo. Hicimos la Superyollyde la Jean-Santé. Preciosa vía, si no fuera por las putas viras de bajada.
Al llegar al ibón nuestras mochilas no estaban donde las habíamos dejado. Unos chicos de Zaragoza nos dijeron que habían visto al guarda cogerlas. Fuimos al refu a recuperarlas y el tío nos las tiró a los pies diciéndonos que la próxima vez que dejáramos basura por ahí tirada, no nos la devolvería. Pinky y yo alucinábamos, pero como éramos gente normal, solo le miramos con desprecio y nos dimos media vuelta. Solo yo, que hablo un poco de francés, le dije en su idioma que una montaña como el Ossau no se merecía un guarda como él. Le dejamos en la puerta pegando gritos ante la mirada complaciente de sus clientes con dinero. Que pena. Después de venir de Ayus, era como ir del cielo al infierno. Dos caras del Midi. Dos formas de entender el monte y la vida.
Volvimos a Villanúa, a casa de mi madre, que quería un montón a Pinky. Él siempre estuvo a gusto en casa. Estuvimos un par de días entre escaladas en el pico del Águila y los vermús con las amigas, pero rápido nos fuimos a Ordesa.
Tozal, Gallinero, paseo a Goriz a ver a Marina y Javier y echar unas cervezas… «vuelta a la cinchera» y más escalar y disfrutar de la libertad de las noches en el valle mágico, cuando estás solo en él con tus amigos y oyes al cárabo ulular a tu lado. Le enseñé a Pinky a «correr el craberé». Él lo absorbía todo y se lo guardaba. Había pasado demasiado tiempo mirando solo a la roca y fijándose en poco más del monte. Pero al final llegamos a ser parte del bosque. Nos hicimos camas de falaguera y veíamos estrellas y colores entre risas. Sin apenas palabras. Era como si nos conociéramos desde niños. Hacíamos buena pareja. Ya lo creo.
Al volver a Jaca todos los caminos, las vidas, y las muertes, se separaron. Pinky se fue a los Alpes. Yo me fui a Perú. Deberíamos haber ido juntos. Pero no lo hicimos.
Cuando volví de mi escalada al Cayangate, y mis paseos por la selva, tenía en casa una postal de las Jorasses, con dos palabras. «Besos. Pinky».
Al volver de Alpes llamó a Villanúa y quedamos en trepar unos días con los colores otoñales.
Y pasaron muchos veranos en uno solo. No sabría decir cuántos.
Yo esperaba a Pinky que viniera de Madrid con unos amigos en su pequeño coche, pero el Sol no estaba. La niebla lo cubría todo en aquella nacional dos, llena de tráfico pesado. El cochecito se paró. Todos, me imagino que, entre risas ante la adversidad y poco hueco entre las mochilas, se bajaron a empujar. Y se paró el tiempo…
Un camión de tantos, no los vio, y se los llevó como una cosechadora arranca margaritas y ababoles en un campo de trigo. Allí se quedó mi amigo y sus compis de escapada al pirineo.
No me acuerdo como me enteré. No sé si su madre llamó a casa, o algún otro. No lo sé. Tantos días en la pared jugando con nuestras vidas y nuestras muertes, y van y se la quitan las casualidades.
Me acuerdo que me enfadé con la mierda del mundo consumista de los coches y las prisas. Con la niebla. Con el viento. Incluso con el Sol. Solo el recuerdo de su sonrisa y las paredes me sacaron de aquellos días. Eso, y el haber sabido siempre que la vida dura lo que dura, ni un segundo más.
Escribí una carta a su madre, que me contestó con otra preciosa, amable, cariñosa, sin apenas dolor aparente. Me decía que siempre que fuera a Madrid me seguiría tratando como a un hijo.
Nunca la he vuelto a ver, aunque recuerdo bien su bondad en aquel piso de Aluche.
Siempre he seguido escalando paredes con más o menos intensidad, y en muchas reuniones aún oigo su: «bien tronco, bien».
Fueron días de vino sin risas, y alguna rosa en mi memoria.
Las yemas de mis dedos siguen acariciando la montaña por ti.
Magnifico relato. Sencillo y conmovedor
Gracias por vuestros comentarios. Un beso.
Gracias Quique: porque has reflejado magistralmente una fase de mi vida.
Impecable. Me ha hecho llorar, literal.