UNA GESTA QUE ACABÓ EN TRAGEDIA

50 años de la ascensión de Reinhold y Günther Messner al Nanga Parbat

El 27 de junio de 1970, los hermanos Günther y Reinhold Messner realizaron la primera ascensión de la vertiente del Rupal del Nanga Parbat. Reinhold completó la primera travesía de la montaña, pero Günther falleció casi en la base del Diamir.

Gunther y Reinhold Messner en el campo V del Nanga Parbat (1970
Gunther y Reinhold Messner en el campo V del Nanga Parbat (1970
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Hoy se cumple medio siglo de uno de los episodios más recordadas de la historia del ochomilismo. El 27 de junio de 1970, Reinhold Messner y Günther Messner pisaban la cumbre del Nanga Parbat, tras haber culminado la primera ascensión de la vertiente del Rupal. La gesta alpinística se completó con la primera travesía de la montaña, mediante un descenso agónico por la vertiente del Diamir en el que Günther Messner falleció sepultado por una avalancha cuando se encontraba ya cerca de la base. El relato de la trágica aventura se termina de formar con la agria polémica que siguió entre Reinhold Messner y el autoritario líder de la expedición, Karl Maria Herrligkoffer, en una trama de novela que ha visto la luz en libros y películas.


La ascensión

En 1970, Karl Herrligkoffer ya había liderado las expediciones que habían logrado las primeras ascensiones del Nanga Parbat por la vertiente Rakhiot (primera absoluta, con Hermann Buhl, en 1953) y por la vertiente del Diamir (segunda absoluta, con Toni Kinshofer, Sigi Löw y Andreas Mannhardt, en 1962). Además, también había liderado otras dos expediciones fallidas (en 1964 y 1968) a la vertiente del Rupal, que presenta uno de los mayores desniveles del planeta, unos 4.500 metros desde la base hasta la cumbre.

Los quince miembros de la expedición trabajaron en la misma ruta directa que la de los intentos previos de Herrilgkoffer. Durante seis semanas desde el 15 de mayo fueron ganándole metros a la montaña hasta que el 26 de junio se vieron con la opción de instalar el último campamento de altura, el C5, a 7.200 metros. Hasta allí fueron Reinhold Messner, Günther Messner y Gerhard Baur.

Incomunicados por radio en ese punto, el plan preestablecido con Herrligkoffer era que el CB iba a lanzar un cohete esa tarde: si era de color azul, significaba una buena previsión del tiempo y luz verde para que el terceto  intentara la cima; si era de color rojo, indicaba una mala previsión y que Reinhold Messner, el más fuerte de todos, iría en solitario a la cumbre mientras los otros dos trataban de equipar el terreno. En especial el corredor Merkl, que concentraba las mayores dificultades.

El cohete fue rojo aunque el parte meteorológico era bueno. Reinhold Messner salió en solitario a las tres de madrugada del 27 de junio. Al amanecer, Günther Messner y Gerhard Baur salieron para equipar el corredor. Sin embargo, Günther salió corriendo tras su hermano, que en esos momentos andaba por encima de ese tramo complicado. Gastó unas energías que le terminarían pasando factura.

A las cinco de la tarde, Reinhold Messner y Günther Messner alcanzaron la cima. Cansados pero felices, se dispusieron a regresar. Se les hizo de noche y tuvieron que vivaquear a unos 7.800 metros. Al día siguiente, al llegar a lo alto del corredor Merkl, resultó evidente que Günther Messner no iba a ser capaz de destreparlo sin cuerda en su estado. 

Épico descenso por el Diamir

En este punto, toma el relevo del relato Reinhold Messner, en un fragmento recuperado del libro Reinhold Messner. Vida de un superviviente:

Todo comenzó con un vivac en el corredor Merkl, a 7.800 metros de altitud. Aunque el viento no soplaba con fuerza, la noche fue espantosamente fría. Habíamos tratado de evitar morir congelados a base de cambiar continuamente de postura y de mover los dedos para evitar el dolor del agarrotamiento. ¡Imposible! No pegamos ojo aquella noche. Para evadirnos de la sensación de abandono y de que estábamos perdidos, nos refugiábamos en el consuelo de soñar despiertos. Pero no lográbamos sacudirnos nuestra miserable situación. Lo único que podría habernos liberado de ella hubiera sido perder el conocimiento o morir. Tal vez la llegada de la mañana.

De vez en cuando, Günther se tocaba el rostro con una mano enguantada, se apoyaba de nuevo contra la pared de roca en la que nos acurrucábamos ambos y murmuraba cifras. Como si dijera cosas sensatas. ¿Contaba la insensatez? ¿Los segundos? Siempre que su agotamiento amenazaba con transformarse en apatía, se sobresaltaba. Se le escapó un suspiro que hizo temblar su ropa helada y me hizo darme cuenta de que estaba junto a mí. Durante unos instantes pareció estar vivo de nuevo.

Entonces, un golpe de viento sacudió nuestra tienda de vivac y dejó al descubierto otra vez nuestro miedo: ¡el miedo de no formar ya parte de este mundo! El día siguiente fue comparativamente mejor. No porque nuestra situación durante el descenso por la vertiente del Diamir lo fuera (las condiciones eran realmente mucho peores), sino porque cuando se pelea por sobrevivir ya no se tiene miedo del final. Entonces llegó la segunda noche. De nuevo al raso. Yo, por mi parte, estaba demasiado sediento y frío como para poder pensar en morir. Günther sufría hasta tal punto que lo único que lo consolaba era la idea de que la muerte acabase con sus dolores.

Todo el mundo habla del heroísmo de la muerte, pero nadie sabe cómo es. Es más fácil morir bajo una avalancha o en una grieta de glaciar que congelarse de noche a treinta grados bajo cero, sin cobijo alguno. El sueño eterno es como una liberación. Pero al sobrevivir esa noche, siguió viva en mí la obligación de seguir adelante. A pesar de todo.

Para encontrar un camino por el que pudiéramos salir de aquel caos, continué descendiendo yo primero. Y lo hice por la cuenca glaciar situada al pie de la pared, con cascadas de hielo bajo nosotros y barreras de seracs por encima. Cada vez me detenía con mayor frecuencia a esperar a Günther. Pero él no venía.

Pasaba el tiempo. Yo bebía agua del glaciar, esperaba, gritaba. Él seguía sin aparecer. Así, deshice mis pasos durante un tramo, gritándole, pero no podía verle por ningún sitio. En silencio (yo estaba muerto de sueño y al límite de mis fuerzas) albergaba la esperanza de que estuviera al otro lado de los seracs que yo había rodeado por la izquierda, y que él hubiera descendido por allí y continuado bajando. Nos volveríamos a encontrar en el valle.

Sin dejar de buscarle con la vista un solo momento, descendí lo suficiente como para poder divisar los dos trayectos por los que podía haber descendido, pero no vi huella alguna de él. Ahora, asustado y confuso, me esforcé en volver de nuevo hacia atrás y vi que en el lugar donde nos habíamos separado por última vez se había desprendido una avalancha. A esa hora del día, entre las 9 y las 11 de la mañana, en la vertiente del Diamir caían regularmente avalanchas. Caían por todas partes y de todos los tamaños.

Aún no imaginaba que mi hermano estuviera muerto, pero sí que sabía que nos encontrábamos en el tramo más peligroso de esa montaña. Más muerto que vivo, tras buscarle durante horas y pasar otra noche al raso, me arrastré hacia el valle. Me encontraba en una especie de trance, pues mi hermano había muerto sepultado por una avalancha y ya había dejado de sufrir, pero yo no debía morir, no debía quedarme tumbado. Debía conseguir llegar a casa.

[…]

¿Quién puede imaginarse la soledad de un hombre que no se atreve a morir porque es el único que queda en un juego cruel que llamamos alpinismo? Es horrible ser el único superviviente y a la vez estar obligado a serlo. ¡Tengo que seguir! Incapaz ya de pensar, me encontré con los primeros seres humanos. En su empatía, estando de acuerdo en que la vida puede ser más difícil de soportar que la muerte, los campesinos que me encontraron permanecían callados, incapaces de mostrar el mínimo gesto de consuelo. Le dieron pan al moribundo, el primer alimento que tomaba en cinco días. Ese alimento me permitió sobrevivir.

[…]

La tragedia del Nanga Parbat supuso un punto de inflexión en mi vida. Después de aquello ya no fui el mismo. El dramático descenso por la vertiente del Diamir, la muerte de mi hermano, el encuentro con los primeros lugareños… fueron instantes dictados por el destino que quedaron impresos en mi memoria más profundamente que todas las experiencias anteriores. Y tuve que aprender a vivir con ese recuerdo, con el que otros fraguaron sus denuncias. Y también a encontrar un camino para el futuro.

Una polémica que duró 35 años

La tragedia de perder a su hermano no fue el único castigo que se llevó Reinhold Messner en el Nanga Parbat. Se tuvo que enfrentar primero a la ira de Karl Herrligkoffer y después a las acusaciones de algunos de sus compañeros de expedición. Le achacaban que había abandonado a su hermano ya durante el ascenso y que Günther nunca había llegado a la vertiente del Diamir.

Se trataba de los alemanes Hans Saler y Max von Kienlin, quienes recordaron que el mayor de los Messner, un atleta mucho más formidable que su hermano, había dejado bien claro que no quería la compañía de su hermano en el asalto, y que la aceptó de mala gana. 

Afirmaron, primero en campamentos, luego en salones y más tarde en sendos libros, que la ambición de Reinhold Messner era tan poderosa que durante el ascenso, al comprobar que Günther demoraba su marcha, lo abandonó a una muerte segura.

Messner logró que la justicia alemana prohibiera nuevas ediciones y traducciones de los libros de sus enemigos, pero todos en el ambiente del montañismo conocían la historia. 

Además, la personalidad de Messner contribuyó a que muchos dieran crédito a la versión de sus ex compañeros de expedición, a pesar de que él adujo que se trataba de celos profesionales, en el caso de Saler, y del otro tipo en el caso de Von Kienlin, ya que después de aquella trágica expedición, en la que Reinhold perdió varios dedos de sus pies, Von Kienlin lo invitó a reponerse en su casa. Y allí estaba Ursula, su esposa, que rompió con su marido y se marchó con Messner.

Muchos años después de la tragedia, en 2004, se encontró un peroné en la vertiente Diamir de la montaña, y los análisis encargados por Reinhold a una universidad alemana revelaron que, efectivamente, había muchas posibilidades de que el hueso perteneciese a su hermano, lo que confirmaba la versión del alpinista.

Y en verano de 2005, la historia se cerraba definitivamente cuando un guía de montaña encontraba cerca de la base del Nanga Parbat unos huesos y algo de ropa, que fueron reconocidos enseguida por Reinhold como pertenecientes a su hermano. Messner, sin que nadie lo viera, sacó de contrabando unos pedazos de huesos, que mandó analizar. Los resultados de las pruebas de ADN dieron positivo, con lo que la versión de Messner quedó totalmente confirmada.

Esta historia sería llevada al cine por el director Joseph Vilsmaier en la película «Nanga Parbat».

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