
Un buen día lo sientes. Las ves altas, a veces inalcanzables y luchas. Luchas por acercarte, por ascender, por superarte hasta que lo que parecía tan lejano, otro buen día, reposa bajo tus pies. Y quien ha dedicado su vida a las montañas, quien a compartido la historia de una cumbre, nunca abandona. Puede alejarse, pero ella persiste muy dentro. Pedro Udaondo nunca las abandonó. Y puede que nunca, ni por un instante, las odiase -cosa, en otras ocasiones, que es capaz de enseñarte a amar-.

Salió como otras mañanas de su casa. Bien acompañado, como otras mañanas. Y como otras mañanas puso su vista en un corredor helado -o en la cruz de una cumbre o en una pared de roca- y se lanzó a ella. Das tus pasos, como otras mañanas, seguro de continuar tu camino. Tienes un fallo, o tal vez ni eso. Tal vez ha sido la montaña y esa piedra maldita no debiera estar donde estaba. O tal vez él también era la montaña.
«Eran las ocho menos diez de la mañana, del pasado sábado 17 de marzo, cuando Pedro Udaondo, sufrió un resbalón fatal que le hizo precipitarse por la montaña que pensaba escalar. Estaba en sus queridos Picos de Europa, en el Corredor del Marqués, en la Peña Santa de Enol y a sus 72 años seguía en activo realizando escaladas acordes a su nivel físico y técnico. Era uno de los últimos grandes alpinistas, uno de esos resistentes que en los duros tiempos de la posguerra mantuvo la llama del alpinismo en España. Y ha muerto como los grandes, como Terray, Mallory, Buhl y tantos otros: con los crampones puestos, en el lugar que más quería y realizando su gran pasión: la escalada.»
Lo escribía Sebastián Álvaro, director de Al Filo, en el Diario As, poco después del accidente. Es bueno recordar a Pedro a través de las palabras de otros hombres, que como él, tal vez sean la montaña. El caso es que te marchas, tras resbalar y golpearte. Te marchas. Dicen que los buenos marinos desean morir en el mar. Sebastián Álvaro continúa:

«Pedro Udaondo, nacido en Bilbao en 1934, comenzó a escalar a los 14 años. Desde entonces la montaña fue la pasión que ha dado sentido a una vida de montañero. Le recuerdo en Bilbao el pasado diciembre, con una camisa de cuadros que me hizo pensar que la visión de aquel hombre destilaba la esencia de lo que era, un montañero veterano que transmitía la tranquilidad de quien ya lleva atrapados en sus retinas muchos horizontes infinitos. Han sido casi 60 años de continuas escaladas con aperturas de vías en Atxarte, Pirineos, Picos de Europa y Alpes principalmente, a los que iba en aquellos tiempos en su moto Montesa.
Eran tiempos muy duros para hacer montaña en nuestro país. Hay que recordar que los obreros en España no recuperaron el nivel de vida anterior a la guerra civil hasta 1956. Por eso hay que valorar a estos montañeros, como Udaondo, pero también a Landa, Regil, Anglada, Pons, Rabadá y Navarro y tantos otros, por haber sabido transmitir su amor y tenacidad por el deporte de la montaña cuando todo trabajaba en su contra. Gracias a ellos la progresión del alpinismo español desde finales de los setenta sería imparable. Ahora que nosotros también comenzamos a hacernos mayores es justo reconocer que si llegamos lejos fue porque pudimos auparnos sobre los hombros de estos grandes montañeros que nos prepararon el camino.»
O sea que luchas, abres, contemplas y te marchas. Es inevitable. La cuestión es si estás conforme con como lo haces y con como has vivido.
«Pedro había muerto con las botas puestas. Sería un recurso literario fácil el decir que esa hubiera sido la muerte ideal deseada por él: en medio de la montaña, vestido de alpinista, dispuesto a hacer una última e incierta travesía con la mochila a la espalda. Nunca sabremos si ha muerto como hubiese deseado, sí estamos convencidos de que vivió como él siempre quiso.»
Estas últimas palabras, de Antxon Iturriza, dedicado desde 1976 al seguimiento de la información alpina en diversos medios de comunicación, son parte de un texto enviado por el periodista a Desnivel. Dedicadas a un hombre -puede que a todos- que vivió un montañismo duro y agreste. El texto comenzaba así:

«¡¡¡Pedrooooo!!!
Ese fue el alarido chirriante que se hizo famoso hace cinco años en ese teatro de las ambiciones que es la entrega de los oscar de Hollywood. En las primeras horas del pasado 17 de marzo, en un escenario y circunstancias bien distintos, ese mismo grito resonó desgarrado por todos los valles del macizo occidental de Picos de Europa. Sus ecos se extendieron de inmediato como un hálito helado al País Vasco y más tarde a todos los ámbitos alpinos del estado. Pedro, Pedro Udaondo, Pedro por antonomasia entre los montañeros, había muerto a los 72 años bajo la Torre Santa de Enol, tras marrar el último de los millones de pasos que había dado por la montaña en un corredor helado. ¡¡¡Pedrooooo!!!! Reverberan llambrias y canales desde el Jou de los Asturianos, hasta las alturas de Peña Santa de Castilla […] Y las vibraciones heridas por los vientos llegaban también hasta el pie del gran Naranjo, donde, siempre con Landa, forzó en 1956 la primera escalada invernal.
Allí, entre las fisuras de la vía Cepeda, que un año antes había abierto con sus manos, podría estar guardada la foto de un Pedro joven, todavía inexperto, pero ya audaz y creativo. Y se podrían encontrar, asimismo, huellas de su ADN alpino adheridas a todas las vías del Urriellu, a cuya cumbre ascendió en 140 ocasiones, más que ningún otro ser humano, más, incluso, que ningún buitre de la cordillera. Y en esa mañana precoz de marzo, el clamor silencioso transmitió la tristeza sobrevenida, una a una, por el medio centenar de rutas hijas suyas y por los más de cuatrocientos ascensos que en sus Picos un día vieron pasar su silueta enjuta.»
Silueta enjuta. Recia. Pionero de cimas y sentimientos. 1.400 apuntes de actividades alpinas, muchas de ellas hechas con botas gordas y materiales que hoy asustarían a la mayoría y que empezaban a explorarse. Pedroooo, continúa Iturriza.

«¡¡¡Pedrooooo!!! Los granitos pirenaicos se estremecieron en su dureza cristalizada cuando les llegaron las resonancias de aquel nombre. El Piton Carré (1959), la sur del Dedo de Pombie (1963), la noroeste del Cilindro (1960) guardaban todavía memoria mineral de aquel joven vizcaíno que se atrevió a emular las audacias de los experimentados pirineistas galos. Y hasta los lejanos Alpes alcanzó también el grito estremecido que anunciaba el fin súbito de una etapa viva de la historia del montañismo vasco. Pedro había desaparecido como el propio pilar Bonatti que en 1961 escaló agónicamente junto a Landa. Pero había más lugares, en el entorno de un Chamonix entonces convertido en meca de la bohemia alpina de toda Europa, en los que Udaondo escaló, cuando escalar aquellas vías comportaba un reto tan deportivo como romántico. El Grand Capucine (1962), La Brenva (1962), el Sentinelle Rouge (1967) o la Walker en la Jorasses (1969), eran nombres de leyenda, que impregnaron de su propio polvo legendario a quienes se enfrentaron a sus dificultades.
En esa mañana fronteriza con la primavera el nombre de Pedro resonó incluso en las remotas montañas del Baltoro pakistaní o en las tierras extremas de Patagonia, que le vieron escalar ya veterano, irredento, ávido de conocer los horizontes infinitos que no pudo degustar en su juventud. Y en los sentimientos íntimos de la legión intergeneracional de sus compañeros de cordada la desaparición súbita de Pedro evocó huellas próximas o lejanas, dejadas en ellos tras una insólita vigencia alpina de más de medio siglo. Y para cuando los ecos de las montañas, de los amigos, de los medios de comunicación callaron, Pedro se había convertido ya en la esencia misma de su nombre: en piedra, piedra caliza y áspera de Picos, bloque geométrico de granito pirenaico, gendarme vigilante de los glaciares alpinos.»
¿Ahora alguien duda que él también es la montaña?. Y más aún. Una cuerda entre ella y sus amigos. O una visión lejana que todos compartieron. Isidoro Rodríguez Cubillas reconoce que no imaginaba su destino cuando nació en el pueblo llano de Valdevimbre. Hasta que viajó a Pola de Gordón y descubrió las cumbres. Desde los dieciséis años no ha parado de escalar y ascender, de permanecer en el monte. Amante de Picos de Europa y amigo de Pedro, compartió con él la montaña. Y escribió esto:
«Desde 1952, fecha en la que escaló el Diente del Ahorcado en Burgos, hasta este fatídico año, ha mantenido una estrecha e ininterrumpida relación con las montañas, matrimonio indisoluble hasta que la muerte los separó. Más de 50 años haciendo alpinismo de excelente nivel. Compartimos los dos extremos de la cuerda tanto en la roca y en el hielo. Compartimos la amistad de mis amigos y de los suyos. Y de nuestras familias. Ahora nos queda, a los que le conocimos y le queríamos, una sensación de vacío muy difícil de llenar.
En Asturias no era un asturiano más, era un asturiano ilustre, y por ello el eco de su muerte se propagó con inusitada rapidez por todo el Principado extendiendo la consternación no sólo a la gran familia montañera, sino a Instituciones y Organismos, medios de comunicación, así como a personas ajenas al montañismo. Dolor que se extendió con rapidez a su País Vasco natal, a León, Aragón, Cataluña, Madrid,…, al resto de España. Porque además de alpinista reconocido, Pedro Udaondo era querido por todos. Pedro seguirá presente en nuestros Picos. Esas inútiles líneas trazadas en las paredes más hermosas y verticales de las montañas más sobresalientes, o en las aristas más agrestes e inverosímiles, dejan buen recado de su personalidad y de su amor por los espacios verticales.»
Y si hay algo en lo que todos coinciden es:
«Te echaremos de menos, Pedro».
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